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martes, 13 de enero de 2015

Zombie.


Esta entrada la hice a modo de homenaje para mi libro favorito de Zombies: El Cuarto Jinete


       Comienza por la mano. Los dedos empiezan a moverse con un movimiento casi imperceptible, el cual va incrementando, subiendo de intensidad hasta volverse un frenético temblor incontrolable. Después vienen los espasmos. Movimientos irreales, antinaturales de las extremidades. Los brazos y piernas de la persona se retuercen como lo harían los del protagonista de alguna película de exorcismos tras ser poseído por una entidad demoníaca.

        Llegados a este punto es imposible no sentir el pánico atenazando con dedos de piedra tu garganta. Cuando presencias el cuerpo de una persona que ante toda lógica debería estar muerta comenzar a moverse, sólo hay un sentimiento posible capaz de cruzar por tu corazón -sin importar que tan valiente seas o cuánta sangre fría poseas-, el miedo. Un miedo negro, primario, animal. El mismo miedo que te ayudará a sobrevivir lo que se avecina.

       Después la persona se pone en pie. Algunas veces lo hacen de manera casi natural, como lo haríamos tú y yo. Otras veces -sobre todo cuando las heridas son demasiado severas-, les cuesta trabajo, y primero se ponen a cuatro patas, luego se hincan y finalmente se incorporan.

        Y viene la última etapa, la más aterradora de todas ellas; cuando la persona abre los ojos. En el mismo instante en que miras directo a ellos, sabes que la persona que está frente a ti, ya sea tu hermana, tu novia, alguno de tus padres o tu vecino, ha dejado de existir. Por que cuando ves hacia esos dos pozos sin brillo, carentes de vida, miras directamente a la boca del infierno, a la locura descarnada.

       Y es entonces cuando tu hermana, o tu novia o alguno de tus padres, o tu vecino, alarga los brazos hacia ti, lanza un alarido desgarrador, como el de un lobo llevado a la locura, y echa a correr en tu dirección con la mandíbula desencajada, con un único objetivo grabado en su cerebro diezmado: matar, devorar.