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lunes, 7 de mayo de 2012

La exánime disculpa.

La cabeza te da vueltas, un mareo antinatural se apodera de ti, llevando consigo la desesperación, el anhelo inalcanzable, la frustración. Las paredes de tu habitación parecen encorvarse como la espalda de alguna extraña abominación que nació pretendiendo ser humano. Sales, necesitas aire fresco, aire contaminado, cenizas, da lo mismo, lo importante es dejar de pensar, acallar esa imagen que grita desde cada rincón de todas y cada una de tus neuronas.

Él pudo ser siempre es mil veces peor que lo que no fue. Vagas sin rumbo, caminas dos, tres, quién sabe cuantas manzanas, hasta percatarte del hecho de que tus pies no llevan un rumbo impreciso. Sin saberlo, desorientado por el retumbar de la música proveniente de los audífonos en el interior de tus oídos, tu cuerpo te ha llevado hasta donde podría estar ella, encontrarla, decirle algo, lo que sea, sería el único verdadero camino a la redención.

Pero no está, se ha marchado, ha salido de tu vida y no queda más que ese inmenso vacío, profundo, tenebroso, frío. Poco a poco te das cuenta que el vacío va cambiando, transformándose en parte de ti mismo, o quizá tú eres ese vacío, y hasta ahora comienzas a volverte uno con todas las partes de ti mismo.

Caes rendido en el sofá, ni siquiera te tomas la molestia de encender la luz de la sala. Caes en un profundo sueño, amargo como fruto podrido, en vez del sueño reparador que el resto de tus congéneres suelen apreciar. el último pensamiento coherente que circula por tu cerebro, es descorazonador pero inquebrantablemente cierto, duro como roca. La desazón de saber que nunca la volverás a ver y saber que eso te convertirá poco a poco en una criatura nueva, sin alma, con pensamientos en lugar de sentimientos y un hueco rojo, casi negro, espeso y de sabor metálico -como la sangre-, en lugar de corazón.

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