Y entonces puse en movimiento mi cuerpo; la maquinaria perfecta.
La sensación de moverte más rápido de lo normal, de brincar y atravesar obstáculos que para los demás parecen insalvables, utilizando únicamente la fuerza y agilidad combinadas de tus extremidades, es indescriptible.
Cuando me deslizo a través de las calles de la ciudad flanqueadas por rascacielos que arañan las nubes, es lo más parecido que conozco a la libertad.
Lleva años desarrollar el cuerpo, hacer que tus piernas y brazos se muevan como una sola entidad, que operen en conjunto en vez de ser dos entidades separadas. Pero cuando finalmente lo logras, cuando luces como un gladiador pero con la agilidad de un acróbata, es entonces cuando finalmente puedes aplicar para ingresar a la hermandad.
Pero hoy no es un día para disfrutar el deslizarse por la ciudad sigilosamente. Hoy estoy en el radar de dos mecánicos, los cuales me siguen con una precisión aterradora y un paso infatigable. Mi cuerpo aún se resiente de la persecución de la semana anterior. La herida de mi pantorrilla izquierda ha vuelto a abrirse, y puedo sentir la tibieza de la sangre debajo de la tela plástica del pantalón adherida a mi piel. En mi costado, aún me duele el riñón, y siento que el aire se desborda a través de mí, añadiendo pesadez a mis movimientos y alentándome.
Los mecánicos pueden deslizarse con la misma o mayor agilidad que nosotros a través de los muros, cristales y bardas de casas y edificios. Pero tienen una desventaja fundamental ante nosotros, los humanos. Las probabilidades. En cualquier salto riesgoso, hay un buen chance de salir realmente herido, de caer y lastimarte de verdad, de romperte varios huesos. Cuando las probabilidades de fallo son abrumadoramente mayores en un salto, un mecánico antepone su seguridad, después de valorar los riesgos, haciéndole caso a su inamovible programación. Los humanos podemos tomar ese riesgo, podemos ser lo suficientemente insensatos como para ignorar el peligro, saltar en un acto de fe haciendo caso omiso del riesgo que conlleva.
Cuando por fin he encontrado ese punto, esa inflexión en la ruta que me dará una ventaja sobre ellos, me hallo en la cornisa de un edificio, a cincuenta metros sobre el suelo. Fallar el salto significaría una muerte segura. El extremo del siguiente edificio está a varios metros de mí, y sólo hay un fino borde al cual aferrarse al llegar al otro lado.
Respiro hondo y hago el brinco, mi corazón se detiene cuando estoy en el vacío, alargo la mano hacia el borde y tengo fe.
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domingo, 19 de agosto de 2012
martes, 14 de agosto de 2012
brutalica (versión alternativa).
Un único pensamiento acudió en su ayuda, más bien una palabra, una palabra evocando una única imagen en su mente. El encendedor.
Si la chica quería quitarse de encima al sujeto que había irrumpido dentro de su coche y ahora estaba sobre ella, forcejeando e intentando quitarle el vestido por la fuerza, mientras la saliva le escurría por la barbilla a causa de la excitación y el esfuerzo, sólo había una opción. Y esa opción era quemarle el rostro, o si se podía un ojo, mucho mejor.
Así que con una frialdad recién adquirida (o mejor dicho, recién descubierta), alargó el brazo sin que el sujeto se diera cuenta, extrajo el encendedor que se encontraba debajo de la radio, y sin titubeos se lo plantó al hombre en el ojo izquierdo.
El grito de agonía no se hizo esperar. La chica que se había asustado, que se había rendido al pánico en una primera instancia, cuando el hombre recién irrumpió, abandonándose a la desesperanza y a la frustración, ahora se sentía renovada, como si a partir de ese momento ella tomara el control de la situación.
Y así lo hizo. Aún con el reducido espacio de la cabina de su auto, pudo echar el brazo hacia atrás para agarrar carrera y estampar el puño directo en la nuez del sujeto. El tipo se llevó las manos al cuello, con sonidos guturales que acallaban los gritos, como si se estuviera ahogando. Salió con torpeza del auto, pero al hacerlo de espaldas, con el dolor tensándole la piel del rostro, enrojeciéndola y mientras las venas parecían querer salir disparadas, el tropezón que lo hizo caer de espaldas fue inevitable.
La chica salió velozmente del auto, como una gacela que de improviso se encuentra con un león indefenso, impotente. Se paró junto al rostro del hombre, y sin titubear, le incrustó el tacón directo en el ojo chamuscado. La cabeza del sujeto golpeó con un sonido de hueso rompiéndose contra el suelo. La textura gelatinosa en que se hundió el tacón, le provocó querer sacarlo de ahí enseguida.
Cuando sacó el tacón del rostro del hombre y se percató de que aún seguía vivo, pasó una pierna por encima de él y se inclinó sobre su pecho, con una sensualidad en sus movimientos que cualquiera pensaría que era una amante inclinándose sobre su enamorado, y no una mujer a punto de cometer el acto más deleitoso que puede llegar a albergar el corazón humano.
Venganza.
Con una decisión y una fuerza que hasta hace poco no sabía que albergaba, llevó las manos a la garganta del sujeto, el cual en un último, aunque vano, intento de lucha alargó la mano hacia el rostro de la chica, la cual se limitó a morderlo en el dedo índice con una ferocidad que le pondría los pelos de punta a cualquiera. Aunque no arrancó la primera sección de su dedo del todo, sí que la dejó unida al resto del dedo por una frágil línea de carne sanguinolenta.
El hombre dejó de luchar y la chica echó todo el peso de su cuerpo sobre las manos entrelazadas sobre una garganta por la cual la vida había dejado de pasar. Observó directo al único ojo del hombre, mientras la vida se escapaba de él, mientras se iba apagando como la tenue llama de una vela en medio de una nevada.
Si la chica quería quitarse de encima al sujeto que había irrumpido dentro de su coche y ahora estaba sobre ella, forcejeando e intentando quitarle el vestido por la fuerza, mientras la saliva le escurría por la barbilla a causa de la excitación y el esfuerzo, sólo había una opción. Y esa opción era quemarle el rostro, o si se podía un ojo, mucho mejor.
Así que con una frialdad recién adquirida (o mejor dicho, recién descubierta), alargó el brazo sin que el sujeto se diera cuenta, extrajo el encendedor que se encontraba debajo de la radio, y sin titubeos se lo plantó al hombre en el ojo izquierdo.
El grito de agonía no se hizo esperar. La chica que se había asustado, que se había rendido al pánico en una primera instancia, cuando el hombre recién irrumpió, abandonándose a la desesperanza y a la frustración, ahora se sentía renovada, como si a partir de ese momento ella tomara el control de la situación.
Y así lo hizo. Aún con el reducido espacio de la cabina de su auto, pudo echar el brazo hacia atrás para agarrar carrera y estampar el puño directo en la nuez del sujeto. El tipo se llevó las manos al cuello, con sonidos guturales que acallaban los gritos, como si se estuviera ahogando. Salió con torpeza del auto, pero al hacerlo de espaldas, con el dolor tensándole la piel del rostro, enrojeciéndola y mientras las venas parecían querer salir disparadas, el tropezón que lo hizo caer de espaldas fue inevitable.
La chica salió velozmente del auto, como una gacela que de improviso se encuentra con un león indefenso, impotente. Se paró junto al rostro del hombre, y sin titubear, le incrustó el tacón directo en el ojo chamuscado. La cabeza del sujeto golpeó con un sonido de hueso rompiéndose contra el suelo. La textura gelatinosa en que se hundió el tacón, le provocó querer sacarlo de ahí enseguida.
Cuando sacó el tacón del rostro del hombre y se percató de que aún seguía vivo, pasó una pierna por encima de él y se inclinó sobre su pecho, con una sensualidad en sus movimientos que cualquiera pensaría que era una amante inclinándose sobre su enamorado, y no una mujer a punto de cometer el acto más deleitoso que puede llegar a albergar el corazón humano.
Venganza.
Con una decisión y una fuerza que hasta hace poco no sabía que albergaba, llevó las manos a la garganta del sujeto, el cual en un último, aunque vano, intento de lucha alargó la mano hacia el rostro de la chica, la cual se limitó a morderlo en el dedo índice con una ferocidad que le pondría los pelos de punta a cualquiera. Aunque no arrancó la primera sección de su dedo del todo, sí que la dejó unida al resto del dedo por una frágil línea de carne sanguinolenta.
El hombre dejó de luchar y la chica echó todo el peso de su cuerpo sobre las manos entrelazadas sobre una garganta por la cual la vida había dejado de pasar. Observó directo al único ojo del hombre, mientras la vida se escapaba de él, mientras se iba apagando como la tenue llama de una vela en medio de una nevada.
sábado, 11 de agosto de 2012
brutalica.
La piel al rojo de los nudillos, escurriendo sangre tibia, hacía juego con la cara del sujeto, deformada por los golpes y chorreando más sangre después de incontables veces de golpear contra el suelo. El puño se había encaprichado con el rostro, golpeándolo una, dos, tres y más veces hasta perder la cuenta.
Cuando el furor hubo pasado, el hombre se levanta, jadeante y con el corazón latiéndole violentamente contra el pecho, arrojando adrenalina por su torrente sanguíneo, bloqueando momentáneamente el dolor.
Observa con sádica satisfacción su obra, el rostro que sus puños han moldeado hasta convertirlo en un trozo de carne roja irreconocible. El cráneo del hombre ha dejado de parecerlo y se ha convertido en nada más que piel, sesos y huesos entremezclados.
Gira el rostro, con una surreal sonrisa enmarcando su rostro, una sonrisa que no sólo pertenece a los labios, sino que abarca todo; sus ojos, su frente y el resto tienen una siniestra expresión risueña a juego. El dolor comienza a hacer su aparición, pero no es más que una lejana sombra bajo la superficie del cúmulo de emociones que recorren su piel, un animal encadenado que pronto se desatará para causar daño, sufrimiento, pero por ahora permanece mantenido a raya.
Se voltea hacia la chica, no sabe qué expresión va a encontrar en la cara de ella, y cuando la mira y ella le sostiene la mirada, el nerviosismo de la primera cita se desvanece, las piernas temblorosas se vuelven firmes, las mariposas en el estómago mueren, entonces pregunta:
-¿Estás bien?
-Me salvaste, eres mi héroe -responde ella sin vacilar.
Y sin importarle un carajo toda la sangre salpicada contra el rostro del hombre, se abalanza sobre él y lo besa apasionadamente, como si la vida se le fuera en ello. Y permanecen así, unidos entre sangre, pasión y adrenalina durante lo que parece una eternidad, una dulce y febril eternidad.
Cuando el furor hubo pasado, el hombre se levanta, jadeante y con el corazón latiéndole violentamente contra el pecho, arrojando adrenalina por su torrente sanguíneo, bloqueando momentáneamente el dolor.
Observa con sádica satisfacción su obra, el rostro que sus puños han moldeado hasta convertirlo en un trozo de carne roja irreconocible. El cráneo del hombre ha dejado de parecerlo y se ha convertido en nada más que piel, sesos y huesos entremezclados.
Gira el rostro, con una surreal sonrisa enmarcando su rostro, una sonrisa que no sólo pertenece a los labios, sino que abarca todo; sus ojos, su frente y el resto tienen una siniestra expresión risueña a juego. El dolor comienza a hacer su aparición, pero no es más que una lejana sombra bajo la superficie del cúmulo de emociones que recorren su piel, un animal encadenado que pronto se desatará para causar daño, sufrimiento, pero por ahora permanece mantenido a raya.
Se voltea hacia la chica, no sabe qué expresión va a encontrar en la cara de ella, y cuando la mira y ella le sostiene la mirada, el nerviosismo de la primera cita se desvanece, las piernas temblorosas se vuelven firmes, las mariposas en el estómago mueren, entonces pregunta:
-¿Estás bien?
-Me salvaste, eres mi héroe -responde ella sin vacilar.
Y sin importarle un carajo toda la sangre salpicada contra el rostro del hombre, se abalanza sobre él y lo besa apasionadamente, como si la vida se le fuera en ello. Y permanecen así, unidos entre sangre, pasión y adrenalina durante lo que parece una eternidad, una dulce y febril eternidad.
viernes, 3 de agosto de 2012
Animal.
Exhaló un fuerte suspiro mientras el sudor arañaba las calientes paredes de su piel. El semen aún caliente -el líquido espeso, blancuzco y desagradable a la vista-, reposaba en su mano derecha. Sólo había dos posibles lugares en que el líquido que contenía a sus hijos no natos terminaba su recorrido; o en la boca de alguna puta a la que pagaba por el servicio en el callejón detrás de la estación de trenes o, como en esta ocasión, en la palma de su mano derecha. Hace tiempo que había dejado de intentar llevar chicas normales a la cama. Demasiado gasto de energía y tiempo, además de que cuando las presiones de aparentar normalidad comenzaban a interponerse entre su mente y sus planes, empezaba a volverse ineficaz en su trabajo. Prefería pagar por el sexo, así no tenía que lidiar con los sentimientos de otra persona, no había distracciones de ningún tipo ni presiones, ponía el dinero en la mano de alguna desconocida, su miembro dentro del cuerpo de ella y sólo se preocupaba por satisfacer su propia lujuria.
Scott Saracen no era un hombre que se preocupara por controlar sus emociones, pues carecía de ellas. Pero sufría de arranques de violencia, los cuales se le habían presentado durante toda su vida. Últimamente se le dificultaba cada vez más contenerlos, además de que su intensidad iba en aumento. De cierta manera los apreciaba, ya que cuando se atenazaban a su corazón y lo impelían a golpear, escupir o golpear a quien se pusiera frente a él, era el único momento en que sentía algo, algo parecido a un sentimiento. Obviamente no golpeaba al primero que se le apareciera, no era tan tonto ni descontrolado; se contenía y cuando lo llamaban para hacer algún trabajo, dejaba que toda esa hambre saliera en forma de marea roja.
A sus apenas veintisiete años de edad, Saracen se había labrado un nombre y reputación en las esferas mas altas del mundo criminal en la ciudad. Cualquier imbecil podía matar (y de hechos muchos lo hacían, y eran atrapados fácilmente), pero hacerlo bien, hacerlo sin ser pillado era un don escaso, con el cual él, por fortuna, contaba. Sólo cuando asesinaba, sentía esa pertenencia que le había sido esquiva toda su vida, jamás había encajado en ningún lugar, nunca había encajado en ningún ámbito social, ni tenía afiliaciones políticas, religiosas ni de ningún otro tipo. Era como un lobo solitario que gusta de acechar en la fría estepa sin ser estorbado por otros lobos más debiles, por lastres.
Abrió el grifo de un plateado inmaculado y el agua surgió a borbotones por la llave, al igual que sangre de una garganta recién desgarrada. Colocó las manos bajo el chorro frío y vio como el semen se deslizaba, entremezclandose con el agua, por el lavabo de fino grafito, para desaparecer luego en el desagüe. Se talló las manos con el jabón, y mientras lo hacía, su celular comenzó a sonar con su impersonal timbre. Salió del baño, ni siquiera se molestaba en cerrar la puerta, y fue hacia el aparato.
De antemano sabía quién lo llamaba, ese celular sólo sonaba cuando lo requerían, cuando había trabajo que hacer.
Scott Saracen no era un hombre que se preocupara por controlar sus emociones, pues carecía de ellas. Pero sufría de arranques de violencia, los cuales se le habían presentado durante toda su vida. Últimamente se le dificultaba cada vez más contenerlos, además de que su intensidad iba en aumento. De cierta manera los apreciaba, ya que cuando se atenazaban a su corazón y lo impelían a golpear, escupir o golpear a quien se pusiera frente a él, era el único momento en que sentía algo, algo parecido a un sentimiento. Obviamente no golpeaba al primero que se le apareciera, no era tan tonto ni descontrolado; se contenía y cuando lo llamaban para hacer algún trabajo, dejaba que toda esa hambre saliera en forma de marea roja.
A sus apenas veintisiete años de edad, Saracen se había labrado un nombre y reputación en las esferas mas altas del mundo criminal en la ciudad. Cualquier imbecil podía matar (y de hechos muchos lo hacían, y eran atrapados fácilmente), pero hacerlo bien, hacerlo sin ser pillado era un don escaso, con el cual él, por fortuna, contaba. Sólo cuando asesinaba, sentía esa pertenencia que le había sido esquiva toda su vida, jamás había encajado en ningún lugar, nunca había encajado en ningún ámbito social, ni tenía afiliaciones políticas, religiosas ni de ningún otro tipo. Era como un lobo solitario que gusta de acechar en la fría estepa sin ser estorbado por otros lobos más debiles, por lastres.
Abrió el grifo de un plateado inmaculado y el agua surgió a borbotones por la llave, al igual que sangre de una garganta recién desgarrada. Colocó las manos bajo el chorro frío y vio como el semen se deslizaba, entremezclandose con el agua, por el lavabo de fino grafito, para desaparecer luego en el desagüe. Se talló las manos con el jabón, y mientras lo hacía, su celular comenzó a sonar con su impersonal timbre. Salió del baño, ni siquiera se molestaba en cerrar la puerta, y fue hacia el aparato.
De antemano sabía quién lo llamaba, ese celular sólo sonaba cuando lo requerían, cuando había trabajo que hacer.