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viernes, 3 de agosto de 2012

Animal.

Exhaló un fuerte suspiro mientras el sudor arañaba las calientes paredes de su piel. El semen aún caliente -el líquido espeso, blancuzco y desagradable a la vista-, reposaba en su mano derecha. Sólo había dos posibles lugares en que el líquido que contenía a sus hijos no natos terminaba su recorrido; o en la boca de alguna puta a la que pagaba por el servicio en el callejón detrás de la estación de trenes o, como en esta ocasión, en la palma de su mano derecha. Hace tiempo que había dejado de intentar llevar chicas normales a la cama. Demasiado gasto de energía y tiempo, además de que cuando las presiones de aparentar normalidad comenzaban a interponerse entre su mente y sus planes, empezaba a volverse ineficaz en su trabajo. Prefería pagar por el sexo, así no tenía que lidiar con los sentimientos de otra persona, no había distracciones de ningún tipo ni presiones, ponía el dinero en la mano de alguna desconocida, su miembro dentro del cuerpo de ella y sólo se preocupaba por satisfacer su propia lujuria.
Scott Saracen no era un hombre que se preocupara por controlar sus emociones, pues carecía de ellas. Pero sufría de arranques de violencia, los cuales se le habían presentado durante toda su vida. Últimamente se le dificultaba cada vez más contenerlos, además de que su intensidad iba en aumento. De cierta manera los apreciaba, ya que cuando se atenazaban a su corazón y lo impelían a golpear, escupir o golpear a quien se pusiera frente a él, era el único momento en que sentía algo, algo parecido a un sentimiento. Obviamente no golpeaba al primero que se le apareciera, no era tan tonto ni descontrolado; se contenía y cuando lo llamaban para hacer algún trabajo, dejaba que toda esa hambre saliera en forma de marea roja.
A sus apenas veintisiete años de edad, Saracen se había labrado un nombre y reputación en las esferas mas altas del mundo criminal en la ciudad. Cualquier imbecil podía matar (y de hechos muchos lo hacían, y eran atrapados fácilmente), pero hacerlo bien, hacerlo sin ser pillado era un don escaso, con el cual él, por fortuna, contaba. Sólo cuando asesinaba, sentía esa pertenencia que le había sido esquiva toda su vida, jamás había encajado en ningún lugar, nunca había encajado en ningún ámbito social, ni tenía afiliaciones políticas, religiosas ni de ningún otro tipo. Era como un lobo solitario que gusta de acechar en la fría estepa sin ser estorbado por otros lobos más debiles, por lastres.
Abrió el grifo de un plateado inmaculado y el agua surgió a borbotones por la llave, al igual que  sangre de una garganta recién desgarrada. Colocó las manos bajo el chorro frío y vio como el semen se deslizaba, entremezclandose con el agua, por el lavabo de fino grafito, para desaparecer luego en el desagüe. Se talló las manos con el jabón, y mientras lo hacía, su celular comenzó a sonar con su impersonal timbre. Salió del baño, ni siquiera se molestaba en cerrar la puerta, y fue hacia el aparato.
De antemano sabía quién lo llamaba, ese celular sólo sonaba cuando lo requerían, cuando había trabajo que hacer.

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