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martes, 9 de septiembre de 2014

La epístola de Jules Remeé.

        El sol perlaba su frente de sudor, pero no importaba porque el mundialmente famoso torero Jules Remeé relucía brillante bajo el fulgor de los rayos dorados del astro, como la escultura de un antiguo dios griego. Los refulgentes rayos golpeaban las lentejuelas de su traje de luces, haciéndolo parecer más una visión envuelta en fuego que un hombre ordinario. Comenzaba el tercer tercio de la lidia, y la muleta de color rojo sangre contrastaba mucho mejor con su vestuario que el pálido capote purpúreo.

       El plan era simple, ir colocando las banderillas en el lomo sangrante del animal, alargar la tercer lidia el mayor tiempo posible y dar el mejor espectáculo que pudiera antes de asesinar a sangre fría y limpiamente a la bestia con una estocada tan monumental, tan estética y poderosa que sería alabada en los diarios y recordada en los anales de la historia. Este era el momento más importante de su vida, por lo que había sacrificado tanto, por lo que había derramado sangre y sudor, literalmente. Se encontraba  en la Plaza de Las Ventas,considerada la plaza más importante del mundo, sólo él y el animal, bajo la mirada expectante y escrutadora de miles de personas.

       Pero había algo que ni Jules Remeé ni su mozo de espadas, ni nadie podía saber. Al final del segundo tercio, el Toro, que era un espécimen monumental de toro de lidia, había quedado ciego de un ojo. Un golpe mal encajado había enviado la mitad de su visión directo al otro mundo. Pero como todos los animales hacen cuando uno de sus sentidos deja de funcionar, recurren a cualquier otro del que puedan echar mano, el segundo en el orden jerárquico. Y el Toro recurrió al olfato. Su escasa vista, empañada -por si fuera poco-, con los vapores de la sangre, quedó completamente relegada.

       Así que el Toro embistió contra el cobarde Jules Remeé con los ojos cerrados y únicamente buscando al hombre por medio de su aroma. Un aroma dulzón y agrio -la combinación de los perfumes para después del baño y sudor-, guió al Toro hasta su presa.

        Cuando Remeé se dio cuenta que el Toro avanzaba con los ojos cerrados, y por ende su muleta de color rojo sangre poco le serviría, ya era demasiado tarde. Soltó el estoque al tiempo que un alarido hacía presa de su garganta. Era el grito afeminado del topo que ha sido descubierto en prisión y está a punto de ser violado por sus compañeros reos.

        El Toro corneó a Jules Remeé en la entrepierna, cortándole un trozo de la base del pene e incrustando el cuerno dentro del escroto. La sangre brotó a chorros. La arena se salpicó de la sangre que no tardaría en comenzar a hervir. La multitud gritó excitada. Los asistentes de Remeé bajaron a la explanada y comenzaron a correr hacia el centro, donde se hallaba el pobre diablo, siendo pisoteado y corneado por un Toro que no daba rienda suelta sólo a su ira contenida, no, era la ira de toda una raza aplastándolo, clavándose en sus tendones y arrancándolos de tajo cada que alguno de los cuernos (de uno de los cuales colgaba inerte un pedazo más bien largo de intestino) salía hacia los dorados rayos del astro refulgente que iluminaba la escena, a todo y a todos.

        Los asistentes llegaron y cobardemente mataron entre todos al valiente Toro, el héroe de nuestro relato.

        Los ojos de Remeé se entornaron, pero antes de que se perdieran en la eternidad vio por última vez hacia el astro solar, directo al alma ardiente que parecía reírse con macabra indiferencia de la suerte del confiado Jules Remeé.
     

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