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martes, 10 de enero de 2012

Breves relatos al borde del Fin Del Mundo. Vol. I

James Ford despertó aquella fatídica mañana con aquel terrible dolor aún apuntalándole la cabeza como el pico de un minero sobre la áspera roca. Se incorporó, llevó las manos hacia la frente y se cubrió el rostro con ellas. Por mucho que el corrosivo dolor le molestara, tenía que pasarlo a un segundo plano, olvidarse de él para poder cumplir con su deber. Observa su habitación: la escopeta sigue recargada contra el buró (añora los tiempos en que para sentir seguridad no era necesario dormir con un arma a un lado de la cama), la lamparilla de trabajo reposa encima, con el foco descompuesto aún sin cambiar, las cortinas siguen cerradas pero el sol que se filtra es suficiente para adivinar que ya está bastante entrada la mañana. 

Y por último gira la cabeza para ver el bello rostro de su amada, de su esposa, la mujer de su vida y sus sueños, despertando. Abre los ojos, de un color miel, suave pero intenso, y le sostiene la mirada durante breves segundos, segundos en los que el dolor se desvanece, las penurias y los males de la vida diaria desaparecen, y sólo quedan ese par de ojos mirándolo fijamente, dentro de su alma. Su cabello negro y largo se desborda sobre la única sábana puesta en la cama -el calor hace insoportable que haya más aditamentos-, justo antes de que ella decida ponerse en pie.   

-Prepararé el desayuno- le avisa con esa voz sensual, casi grave y única que la caracteriza.

-Está bien- es la lacónica respuesta de un hombre a quien la incertidumbre lleva devorando desde que recibiera aquella nota amenazadora, motivo por el cual irá a encontrarse en la tarde con Detrick y los miembros de su pandilla, conformada por aquellos que por miedo o falta de incentiva propia han decidido unirse a su causa.

Ford tambien reunió gente cuando se dio cuenta de lo que se avecinaba, hace ya mas de 3 meses, cuando la civilización colapsó. Los años pasados en el ejército le enseñaron a actuar con sangre fría bajo circunstancias en las que la mayoría se vendrían abajo. 

Organizó a los hombres más fuertes para que consiguieran el aprovisionamiento necesario, o más bien el que se pudiera conseguir con todo el dinero de la gente que acudió a él en busca de ayuda. Entre los demás, cerraron la cuadra, utilizando coches a modo de barricada en las dos únicas entradas. 

Despues salió a comprar armas con el dinero restante, cabe añadir que en ese dinero iban incluidos los ahorros de toda su vida. Unos días más tarde comenzaron las hostilidades y las duras decisiones no se hicieron esperar. Personas intentando huir, hurtadores, asesinos, toda la mala calaña que surge a raíz de cualquier desastre, se dejaron venir sobre ellos como buitres sobre un moribundo que se resiste a morir. 

Ford sabía que no podían dar alojo a nadie más de los que ya estaban ahí. En total eran 113 personas, las cuales llevaban días sin salir de la misma cuadra, el miedo a lo que había allá afuera se había esparcido como pólvora. Así que a Ford no le quedó más opción que reunir un consejo. Decidieron que nadie entraría a su territorio, y a quien lo intentara, por los motivos que fueran, le dispararían.

Ésta decisión le dolió en lo más hondo de su pecho, pero si quería que su hija Melanie y Paula, su esposa sobrevivieran en este nuevo y peligroso mundo, entonces él tendría que hipotecar su alma a cambio de la seguridad de sus dos seres más queridos. Y así lo hizo.

Se levanta, se calza unos jeans ajustados y sale del cuarto. Su hija al escuchar que su padre sale, hace lo mismo. Lo recibe en el pasillo con una hermosa y radiante sonrisa, un recordatorio de por lo qué vale la pena vivir. Corre hacia él y éste la levanta en sus brazos. Y juntos bajan las 13 escaleras que llevan hacia el piso inferior, donde un desayuno en familia -uno de los pocos placeres que todavía quedan-, los aguarda.

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Capítulo siguiente:

COP


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