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viernes, 16 de marzo de 2012

Jinete en la bala.

Sus manos se han vuelto ágiles y rápidas.

Meses de práctica, de arduo entrenamiento hacen que desenfundar y volver a enfundar la pistola sean un acto casi natural, inconsciente, para las manos de Robert. Un revolver. Calibre. 45, una vieja Colt, balas de punta hueca diseñadas para causar el máximo daño posible, para reventar dentro de la carne, expandirse y añadir dolor a lo insoportable.

Enciende un cigarro y se lo pone en la boca. Su mente se dispersa, sus pensamientos se difuminan y parecen diseminarse en el aire junto con el humo del cigarro. Sus padres no están, la fiesta en la planta baja y el jardín sigue su curso natural, se ha transformado en un organismo con vida propia, organismo formado por docenas de adolescentes rabiosos y ansiosos de sexo, y el cual se ha salido de control. La música le llega apagada a través de la pesada puerta de madera. Una, dos tres, seis balas. La rueda del destino ha comenzado a girar.

Sale de su habitación, con el pesado artilugio colgando de su cintura dentro de la funda de cuero. Llega a la sala, desenfunda y el caos brota.

Ha de ser extrañamente similar a cuando sucede la extinción de una especie, es el último pensamiento coherente, o casi, que recorre su maltrecho cerebro.

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Siguiente capítulo:

Columbine

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