El detective Méndez junto con el equipo de técnicos miran con impotencia el macabro espectáculo que se desarrolla ante sus ojos.
El hombre del anorak verde y pasamontañas en el rostro les había mostrado una última nota en la cámara empotrada en la esquina de aquella tétrica habitación. La nota rezaba: "Disfruten el espectáculo". La sonrisa en sus ojos era siniestra. Acto seguido soltó la hoja de papel, la cual planeó hasta perderse de vista por debajo de la cámara, y se limitó a dar media vuelta y a salir de la habitación. Dejó la puerta abierta tras él.
Después transcurrieron treinta segundos, o quizá fue menos, aunque la agónica espera los hizo parecer como si hubieran sido treinta minutos. Después de ese tiempo, volvió a haber movimiento en el borde de la pantalla.
Por la puerta entró una figura humanoide, una silueta alta y desgarbada, con una postura antinatural que recordaba a alguno de esos jorobados deformes de las historias para niños. Parecía un hombre, aunque Méndez no sabría decirlo, sus rasgos, los que se alcanzaban a notar a través de la imagen de mala calidad parecían más bien los de un mono; mejillas y mentón prominentes, ojos hundidos y una frente ancha y con entradas de la cual brotaba una mata rala de cabello café que se confundía con el pelo de la espalda. Méndez pensó que esa criatura, esa cosa que medía probablemente un metro noventa, no era ni humano ni mono, era algo diferente, algo, algo... la palabra adecuada acudió a su mente de manera inesperada pero con certeza absoluta: esa cosa era la representación definitiva del eslabón perdido.
Del cuello le colgaba algo, una especie de ¿correa? y sujeta a la correa había una vara larga. La criatura avanzó y el detective se fijó por primera vez que eso iba desnudo. Tenía un cuerpo lleno de vello, como el de los monos, pero también se alcanzaban a vislumbrar una serie de magulladuras y cicatrices que poblaban su piel, como los latigazos en el torso de un esclavo. Cuando se colocó al pie de la cama, en el centro de la habitación, Méndez observó que en el otro extremo de la vara se encontraba el hombre del anorak, sujetándola con fuerza. Ahora lo entendía, se trataba de una vara de control, de esas que usan los de las perreras para atrapar a los perros rabiosos que andan por ahí sueltos, desde una distancia segura.
La criatura miraba a la chica de la cama con ojos inyectados en sangre, con los ojos hambrientos de un náufrago que ha pasado un mes en altamar y finalmente encuentra un trozo de buena carne cocida sobre la cual hincar un diente, enloquecido repentinamente por las feromónas rociadas sobre el cuerpo de la mujer. El hombre quitó el seguro a la vara y la cosa quedó libre. Tardó un segundo en reaccionar, en percatarse de la libertad que le acababa de ser otorgada. Cuando lo hizo, el infierno se desató en aquella habitación.
La chica comenzó a retorcerse con desesperación, con el cabello negro agitándose violentamente por debajo de la máscara, sobre los hombros; las cuerdas que la mantenían atada a la cama se tensaban sobre la piel enrojecida de tobillos y muñecas y la sangre comenzaba a brotar en finas y delgadas líneas. Por la forma en que la piel del cuello se tensaba, debajo de la máscara de mono, dejando ver una yugular hinchada al máximo de su capacidad, Méndez intuyó la clase de chillidos que deberían estar brotando de su garganta.
La criatura se arrojó larga como era sobre la cama, sobre la adolescente recién convertida en mujer y la tortura dio inicio. Diez agónicos minutos en los que Méndez y su equipo tuvieron que mirar con ojos como platos el tétrico espectáculo que el psicópata les ofrecía.
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Snuff Volumen 2
Snuff
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