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miércoles, 12 de diciembre de 2018

Zombie (7)




El crepitar de las llamas era hipnotizante, el humo se elevaba hacia un cielo negro –completamente oscuro–, hacia la eternidad. Esa noche no había estrellas ni luna, tampoco se veía ninguna luz artificial a la redonda. Mark se sintió extrañamente cautivado, por primera vez en su vida, ahí en medio del bosque, era consciente de su condición efímera de mortal. También sintió un pesado temor alojarse en el centro de su pecho. Un temor primitivo, irracional. Un temor que venía incrustado en su ADN desde la época de las cavernas, o quizá antes, de cuando los antepasados de sus antepasados se enfrentaban a verdaderos monstruos –descendientes de dinosaurios– y al caer la noche quedaban completamente indefensos ante los horrores que traía la noche.

            En una noche así, rodeado de nada más que árboles, oscuridad y sonidos sibilantes por doquier, alumbrados únicamente por los destellos naranjas que las llamas de la incipiente fogata arrojaban sobre sus rostros, Mark podía entender por qué antes de la llegada de la luz eléctrica, de la vida nocturna, a la gente le era tan fácil creer en brujas, temerle a los demonios de las fábulas bíblicas y pensar que entidades fantasmagóricas caminaban entre ellos.

            Las sombras tétricas que bailaban al ritmo de la luz del fuego sobre los árboles, aunados a los sonidos de la naturaleza, completamente extraños para un chico de ciudad como lo era él, hacían que una inquietud primaria le corriera desde la parte más alta de la nuca hasta la base de la espalda, como si fuera un escalofrío. Su mente volaba, y comenzaba a imaginar seres terroríficos, criaturas de pesadilla que los vigilaban desde las sombras. Hombres gato, altos como jugadores de baloncesto, con orejas puntiagudas y ojos rojos como la sangre; criaturas con cabeza de pterodáctilo y torso de humanos, pero con los brazos amputados; pequeñas niñas tiernas poseídas por entes demoníacos que les hacían hablar con mil voces de hombre al mismo tiempo, la voz de una legión dentro de esa niña–recipiente; y brujas que eran hermosas hasta que estabas lo suficientemente cerca como para oler su aliento a azufre, y entonces te encadenaban y sufrían una metamorfosis, donde se les caía la piel y era sustituida por una nueva de color verde y de reptil; estos eran algunos de los seres que poblaban la vívida imaginación de Mark en esos momentos.

            Mark agitó la cabeza, intentando deshacerse de todos esos lúgubres pensamientos, y volviendo a la realidad.

–¿Crees que sea buena idea?

–Buena idea ¿qué? –respondió secamente Aaron Kavanaugh.

–Prender una fogata –dijo Mark – ¿no crees que pueda atraer a los zombies?

Aaron hizo una mueca al escuchar esa palabra. La misma que haría alguno de los personajes de los libros de Harry Potter cuando éste mencionaba el nombre de Voldemort.

–Honestamente no sé, ni me interesa –respondió Aaron –lo que sí sé es que no pienso dejar que el frío me mate esta noche, no después de todo lo que hicimos para sobrevivir.

Como matar gente inocente, pensó Mark. Una oscuridad opresiva cruzó su mente, pero no se atrevió a decir nada en voz alta.

Miró hacia el lugar donde se había tumbado Isaac, quedándose dormido al instante, o probablemente desmayado por tanto alcohol. Después de cruzar el río, Mark los había alcanzado, y habían llegado a una fría cabaña abandonada y sin techo en medio del bosque. Ahí encontraron el alcohol, unas cuantas cajas de galletas y la arcaica tienda de campaña de la cual en este momento sobresalía la cabeza de Isaac, el cual roncaba de una manera estridente. Dormía como un bebé pese a las cosas horribles que hizo ese día, y peor aún, pese a la constante amenaza de los muertos vivientes que pendía incesantemente sobre sus cabezas.

Después de presentarse rápidamente tras su primer encuentro, se plantearon quedarse dentro de esa cabaña, pero el peligro era demasiado; además de no contar con puertas ni ventanas, aún no se habían alejado lo suficiente de los muertos. Así que tomaron lo que les podría ser de utilidad y siguieron caminando, adentrándose cada vez más en el bosque, alejándose de la ciudad, alejándose de los zombies.

Y así llegaron a este claro donde había una especie de lago (aunque era tan pequeño que Mark dudaba si alcanzaría a entrar en la definición de lo que un lago debía ser) y muchos, muchos árboles a la redonda. Cuando empezó a oscurecer, Isaac tuvo la única buena idea del día, y la última antes de que el alcohol acabara con su raciocinio. Tomó su encendedor, prendió unas cuantas hojas de un libro viejo que tomó de la cabaña y lo echó sobre unas cuantas ramas que juntó. Mark se encargó de rodear la improvisada hoguera con piedras y Aaron de ir a buscar ramas más gruesas antes de que esas se apagaran.

Cuando la fogata era lo suficientemente decente fueron por más ramas y con lo que juntaron se habían mantenido alimentando el fuego hasta ahora.

–¿No crees que el humo los pueda atraer hasta nosotros? –preguntó Mark, más por intentar hacer plática que por estar realmente preocupado.

–¿Viste a esas cosas? Puede que sean rápidas, incansables y virtualmente invulnerables, pero no creo que sean listos –respondió él.

–Lo dices por lo que les pasó en ese pequeño río ¿no?

–Exacto, creo que lo único que les llama la atención es un ser humano vivo y es lo único que cazan o que saben cazar. Dudo mucho que alguno de ellos vaya a alzar la vista al cielo en busca de algo. Y aunque vieran el humo en el cielo, no creo que su cerebro sea capaz de relacionar el humo con más humanos a quienes devorar. Los he visto a los ojos, ahí no hay más que furia, una furia ciega. Pero son estúpidos.

Mark no había visto tan de cerca a ningún zombie (aún), así que escuchaba las palabras de Aarón con sumo interés. Seguía sorprendido por el parecido tan tremendo que tenían estos zombies a los que por años habían sido plasmados en las películas de serie B de Hollywood.

–Por cierto, ¿cómo dices que te llamas? –preguntó Aaron.

–Mark. Mark González.

–Si me preguntas, ese suena como a nombre inventado para mí.

Mark no respondió, se quedó callado, sin saber qué decir.

–Yo… –intentó excusarse, pero Aaron lo cortó.

–Ey chico, tranquilo. Para mí da lo mismo si te llamas Robocop o Matusalen. ¿Ya viste el mundo en el que vivimos? –pregunta retórica –. Si alguien quiere cambiarse el maldito nombre, yo creo que tiene todo el derecho a hacerlo. Así que me da lo mismo si quieres o no decirme tu nombre verdadero.

–Yo, eh, este, gracias… creo –respondió Mark, con timidez.

Ambos cruzaron una profunda mirada, una mirada de fraternización, de compañerismo. La mirada de dos hombres que habían pasado por el mismo infierno, combatido los mismos demonios, dos hombres que habían sobrevivido a ese maldito día. Era la misma mirada que comparten los marines el día en que tras meses y meses de agónico esfuerzo, finalmente superan las pruebas y pasan a formar parte de las fuerzas armadas, sabiendo que juntos atravesaron por todas las pruebas y obstáculos y juntos los superaron. Ambos sonrieron, pero eran unas sonrisas tristes, cansadas.

–Ya sé –soltó de pronto Aarón –ya sé por que tu rostro se me hacía tan endemoniadamente familiar.

–¿Por qué?

–Tú eres el chico.

–Okaaaay –dijo Mark en el clásico tono de los adolescentes al dirigirse a los padres.

Aarón ignoró el tono de Mark, o quizá no lo notó, y continuó.

–Tú me salvaste allá en el aeropuerto, ¿no es así?

–Yo, este, ahm, bueno, sí –nuevamente la maldita timidez.

–Tú me salvaste la vida –repitió Aaron.

Se reclinó más, quedando un poco más acostado que sentado, sobre la fría tierra. El fuego calentaba, pero no quitaba del todo el frío. Se quedó observando a Mark. Éste permaneció en silencio.

Isaac soltó un ronquido mucho más sonoro de lo normal –sacando a Mark y Isaac de la conversación–, se revolvió dentro de la casa de campaña, y quedó acostado sobre el hombro izquierdo, pero por lo demás permaneció igual de dormido.

El chico y el hombre permanecieron callados, recargados cada quien en su respectivo pedazo de tronco, ambos viéndose de frente, con la fogata en medio de ellos. Una oscura nube se cernía sobre sus cabezas. El silencio se extendió más de lo normal, había algo que debía ser dicho, pero una vez que las palabras fueran expresadas en voz alta, una vez se materializaran, ya no habría vuelta atrás. Mark tomó aire, intentó relajarse y finalmente soltó la bomba.

–Eres consciente de que tarde o temprano tendrás que matarlo ¿verdad?

Más silencio. La Verdad ahí estaba, flotando entre ambos como una densa nube tóxica. Mark contuvo la respiración, sin saber cómo reaccionaría Aarón. Escudriño su rostro, intentando encontrar algún atisbo de las emociones que bullían en el interior del alma, pero de nada le sirvió, Aaron mantenía una expresión imperturbable. 

–Lo sé –fue su seca respuesta.

En su voz no había miedo, ni vacilación, ni duda. Sólo una clara y fría certeza. Era la voz de un hombre que sabe lo que debe ser hecho y no titubeará al momento de hacerlo. Aaron hizo un chasquido con la boca, intentando sacarse de entre los dientes un pedazo de los frijoles enlatados que habían comido, al tiempo que arrojaba unas frágiles ramas al fuego. Éste se avivó momentáneamente, se convulsionó sobre sí mismo y las llamas naranjas se tornaron rojas por un instante, después pareció asimilar el nuevo alimento que le acababan de proporcionar y su crepitar volvió a su estado normal.

 Después Aaron siguió afilando la punta de una rama gruesa con uno de los cuchillos que le había robado a un soldado, como si en vez de zombies, fueran a enfrentarse a vampiros y estuviera preparando una estaca para clavárselas en el corazón.

Mark continuó mirándolo. Sus ojos eran escrutadores. Pero la expresión en la cara de Aaron se mantenía impasible. Aun así Mark supo, lo podía intuir por el lazo creado con Aaron durante esa noche, que el destino de su hermano, el maldito psicópata que había iniciado esa violación masiva (la cual hacía que Mark se sintiera avergonzado de pertenecer a la raza humana), estaba escrito en fuego. 

La pesadez del sueño se asentó sobre sus párpados, el arenero comenzaba a echar sus polvos durmientes sobre Mark. La noche se volvió más oscura cuando la medianoche se elevó en el frío cielo y las llamas dejaron de ser alimentadas. Mark se metió a su bolsa de dormir, debajo de esta se abrazó a sí mismo fuertemente, cerró los ojos, y se abandonó a un sueño profundo, después del día más agotador de su vida.

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Hola! Hago esta nota para avisarles que este es el último capítulo sobre esta historia. Pero no teman, antes de que piensen en golpearme les tengo una buena noticia. 

Los primeros 4 capítulos de Zombie eran pequeños cuentos que desarrollé para homenajear a uno de mis libros favoritos, el cual se llama El Cuarto Jinete, de Victor Blázquez, pero al escribirlos, me di cuenta que la historia que había en ellos, el trasfondo era muy pero muy amplio y que podía dar incluso para escribir toda una novela sobre ello.

Así que la escribí. Escribí una novela basándome en los primeros 4 capítulos que ya leyeron. Y dato curioso, esta entrada junto con las dos anteriores son extractos que tomé ya del libro finalizado. Así que si quieren adentrarse todavía más en esta Ciudad donde unos desquiciados zombies dementes corren libremente, les dejo el link al libro, el cual ya se encuentra disponible para comprar en Amazon, o para leer de manera gratuita en Kindle Unlimited (da clic aquí si quieres realizar la prueba gratuita por 30 días). 

Espero que lo disfruten y ansío verlos por allá pronto y conocer su opinión. 

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Esta historia continúa en: Ciudad Violenta, una historia de Zombies.

Capítulos anteriores:

Zombie (6)

Zombie (5)

Zombie (4)

Zombie (3)

Zombie (2) 

Zombie 

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