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el reloj sigue su inexorable marcha, no se detiene ante nada ni por nadie. Unos y ceros, un simple algoritmo al cual se reduce todo, el inicio de la vida (y tambien el final) reducido a la expresión matématica más simple. Todo se engloba, principio y final, final y principio, convergen en el mismo punto, un ciclo perfecto, eterno. Al final todos volvemos a ser parte de lo que siempre fuimos, volvemos a nuestro punto de partida, nos volvemos uno con el universo, al final volvemos a ser sólo unos y ceros.
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Y al final: La Muerte.
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lunes, 30 de enero de 2012
martes, 24 de enero de 2012
¿A quién saludas cuando no queda nadie a quien saludar?
La situación marchaba según el plan; y de un momento a otro, todo se fue a la mierda. Un instante tenía todo el dinero que quería, ya podía sentir como su riqueza se triplicaba, era una sensación similar al roce del tallo de una rosa contra la piel, tan potente que casi podía olerla, y al siguiente, se hallaba tendida en la cama de un lujoso hospital, en una habitación de asépticas e impolutas cortinas blancas adornando la ventana, haciendo juego con las paredes. Un aciago dolor punzante le atravesaba la parte baja del estómago. Y lo peor de todo, ante ella se hallaba el decrépito rostro de su viejo esposo, mirándola de hito en hito, con una sonrisa burlona en sus apergaminados labios.
Dentro de alguna celducha, probablemente de las que se encuentran en la esquina, aquellas tan lejanas de la entrada que a los guardias les da flojera acercarse, se escuchan los ruidos de un preso violando a otro. Repitiendo el mismo crimen desde hace diez años, los mismos que llevan compartiendo celda, todas las noches, a la misma hora, casi con la precisión de un reloj nuclear.
Dentro de alguna celducha, probablemente de las que se encuentran en la esquina, aquellas tan lejanas de la entrada que a los guardias les da flojera acercarse, se escuchan los ruidos de un preso violando a otro. Repitiendo el mismo crimen desde hace diez años, los mismos que llevan compartiendo celda, todas las noches, a la misma hora, casi con la precisión de un reloj nuclear.
lunes, 23 de enero de 2012
Algo de poesía y metáforas I. (interludio)
Las palabras se desangran a través de sus dedos al igual que medusas anhelantes de vida, al filo de la muerte. El océano más grande no alcanza para hacer una similitud a su soledad, no hay sol tan brillante ni luna más pálida que su dolor. Mil muertes, cientos de vidas malgastadas, pasiones tortuosas y besos que destilan pedazitos de lo que es el verdadero amor. Retazos y remanentes del verdadero destino, el cual compartía con ella, el cual ha sido arrebatado por los hombres que visten de negro y portan máscaras que no reflejan expresión alguna, el mejor disfraz, el máximo disfraz y la máxima burla.
sábado, 21 de enero de 2012
COP
Steve Dibiasi es policía y dios sabe que ama su trabajo.
La cabeza le da vueltas, la habitación parece encogerse y siente que las esquinas de las paredes desean devorarlo. Demasiado alcohol para una noche.
Ya es mediodía., tiene que alistarse, en un par de horas comenzará su turno nocturno. Está sentado al borde de la cama, sólo con un bóxer como vestimenta. No recuerda cómo ni a qué hora se quitó el resto de la ropa. Juguetea con el anillo cuádruple que baila entre sus dedos, el anillo diseñado para propinar palizas realmente memorables al bastardo que lo merezca.
Una sonrisa cruza su rostro como un rayo reventaría a mitad de la noche, iluminando durante un breve segundo la noche. Piensa que los polis en la vida real no son como los muestran en las series de televisión, no son tipos honorables que hacen el bien desinteresadamente ni mucho menos, a veces son todo lo contrario. Los polis de verdad no son sino los niños que solían ser los abusadores en la primaria, y ahora han crecido y cambiaron el patio de recreo por las violentas calles. Propinan golpizas al primero que se atreva a incitarlos de cualquier manera, insultan (y abofetean ocasionalmente) y arrestan a las putas altaneras envalentonadas que creen que pueden gritarles sin sufrir las consecuencias, cobran sobornos e intimidan de vez en cuando a quien no quiere soltar los billetes tan fácilmente. En fin, ser poli es como ser el abusador del barrio, sólo que reciben un pago por ello, más la seguridad social y las prestaciones.
Cuando Steve creció y no supo qué debía hacer con su vida, un amigo le sugirió que probara suerte en las fuerzas del orden. No muy convencido pero sin muchas otras opciones, decidió ir y ver de qué se trataba todo eso.
No tardó mucho en encariñarse con el ambiente, y al darse cuenta de que había encontrado una forma de vida en donde podía canalizar su violencia y desbordarla sin represalias, y además le pagaban por ello, supo que querría hacer eso durante el resto de su vida.
Se pone en pie, su excelente condición física no ha mermado con el paso de los años, de hecho al ir adquiriendo masa muscular -algo normal en el cuerpo de los hombres con el transcurso del tiempo-, se ha vuelto más intimidante. Cierra el puño con firmeza y avanza con pasos seguros hasta la ducha, preparado mentalmente para enfrentarse una noche más con todas las sanguijuelas y cucarachas que habitan las calles de su ciudad.
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Capítulo Siguiente:
Nuevas Reglas
Capítulo anterior:
Breves Relatos al Borde del Fin del Mundo Vol I
La cabeza le da vueltas, la habitación parece encogerse y siente que las esquinas de las paredes desean devorarlo. Demasiado alcohol para una noche.
Ya es mediodía., tiene que alistarse, en un par de horas comenzará su turno nocturno. Está sentado al borde de la cama, sólo con un bóxer como vestimenta. No recuerda cómo ni a qué hora se quitó el resto de la ropa. Juguetea con el anillo cuádruple que baila entre sus dedos, el anillo diseñado para propinar palizas realmente memorables al bastardo que lo merezca.
Una sonrisa cruza su rostro como un rayo reventaría a mitad de la noche, iluminando durante un breve segundo la noche. Piensa que los polis en la vida real no son como los muestran en las series de televisión, no son tipos honorables que hacen el bien desinteresadamente ni mucho menos, a veces son todo lo contrario. Los polis de verdad no son sino los niños que solían ser los abusadores en la primaria, y ahora han crecido y cambiaron el patio de recreo por las violentas calles. Propinan golpizas al primero que se atreva a incitarlos de cualquier manera, insultan (y abofetean ocasionalmente) y arrestan a las putas altaneras envalentonadas que creen que pueden gritarles sin sufrir las consecuencias, cobran sobornos e intimidan de vez en cuando a quien no quiere soltar los billetes tan fácilmente. En fin, ser poli es como ser el abusador del barrio, sólo que reciben un pago por ello, más la seguridad social y las prestaciones.
Cuando Steve creció y no supo qué debía hacer con su vida, un amigo le sugirió que probara suerte en las fuerzas del orden. No muy convencido pero sin muchas otras opciones, decidió ir y ver de qué se trataba todo eso.
No tardó mucho en encariñarse con el ambiente, y al darse cuenta de que había encontrado una forma de vida en donde podía canalizar su violencia y desbordarla sin represalias, y además le pagaban por ello, supo que querría hacer eso durante el resto de su vida.
Se pone en pie, su excelente condición física no ha mermado con el paso de los años, de hecho al ir adquiriendo masa muscular -algo normal en el cuerpo de los hombres con el transcurso del tiempo-, se ha vuelto más intimidante. Cierra el puño con firmeza y avanza con pasos seguros hasta la ducha, preparado mentalmente para enfrentarse una noche más con todas las sanguijuelas y cucarachas que habitan las calles de su ciudad.
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Breves Relatos al Borde del Fin del Mundo Vol I
viernes, 20 de enero de 2012
La última mirada
Unos segundos antes de que el fatídico rayo de luz, tan mortífero como bello, iluminara los cielos, convirtiendo la noche en día durante breves segundos en que los átomos reventaban uno tras otro infinitesimalmente, en una reacción en cadena, Raúl vio por última vez, aún sin saberlo, el rostro de su esposa.
Después de tantos años casados, él seguía amándola con la misma intensidad que cuando eran adolescentes, a lo largo de toda su vida la había adorado con un fervor religioso, comparable al de quien está dispuesto a morir por una creencia. La piel de ambos ahora está apergaminada y sus músculos se han ido debilitando con el paso de los años. El cabello de su esposa, antes rubio, ahora ha adquirido un tono plateado el cual ella intenta ocultar a toda costa con tintes y demás productos para el cabello.
Pese a los años, él la ama con locura. Durante toda su vida sintió que podría perderla en cualquier momento, que no la merecía, que no era lo suficientemente bueno para ella, y esto hacía que se esforzara en mantenerla enamorada todos y cada uno de los días que habían pasado el uno al lado del otro. No siempre fue fácil, claro está, riñas, discusiones sobre quién tenía o no la razón, sobre los hijos, cambios de carácter inherentes al paso de los años por el cuerpo, pero todo lo habían sabido superar.
Ahora la mira por última vez con una mirada que personaliza las palabras cariño y afecto. Sus ojos brillan, su esposa voltea a verlo y le sonríe.
Ahí sentados, en la sala, con la mirada clavada el uno en el otro, no se percatan jamás del haz de luz cegadora que se cuela por la ventana y consume todo a su paso a velocidades inimaginables. Antes de que puedan parpadear, sus cuerpos físicos ya han desaparecido de la faz de la Tierra.
Después de tantos años casados, él seguía amándola con la misma intensidad que cuando eran adolescentes, a lo largo de toda su vida la había adorado con un fervor religioso, comparable al de quien está dispuesto a morir por una creencia. La piel de ambos ahora está apergaminada y sus músculos se han ido debilitando con el paso de los años. El cabello de su esposa, antes rubio, ahora ha adquirido un tono plateado el cual ella intenta ocultar a toda costa con tintes y demás productos para el cabello.
Pese a los años, él la ama con locura. Durante toda su vida sintió que podría perderla en cualquier momento, que no la merecía, que no era lo suficientemente bueno para ella, y esto hacía que se esforzara en mantenerla enamorada todos y cada uno de los días que habían pasado el uno al lado del otro. No siempre fue fácil, claro está, riñas, discusiones sobre quién tenía o no la razón, sobre los hijos, cambios de carácter inherentes al paso de los años por el cuerpo, pero todo lo habían sabido superar.
Ahora la mira por última vez con una mirada que personaliza las palabras cariño y afecto. Sus ojos brillan, su esposa voltea a verlo y le sonríe.
Ahí sentados, en la sala, con la mirada clavada el uno en el otro, no se percatan jamás del haz de luz cegadora que se cuela por la ventana y consume todo a su paso a velocidades inimaginables. Antes de que puedan parpadear, sus cuerpos físicos ya han desaparecido de la faz de la Tierra.
viernes, 13 de enero de 2012
Demonios internos e imaginarios.
Rafael tenía 7 años la primera vez que vio un demonio.
O al menos eso fue lo que su infantil mente alcanzó a asimilar de los hechos acaecidos aquella noche.
Los rostros de esos hombres, cubiertos en su totalidad por máscaras de gas, las cuales emulaban a la perfección las máscaras rituales de los antiguos, es algo que recuerda vívidamente.
No venían por él, sólo por sus padres.
Llegaron envueltos en una bruma, parecía que emanaban de las entrañas del infierno, caminaban sigilosamente y apuntaban los cañones y luces de sus armas a lo primero que se moviera.
El vapor onírico, no era sino gas paralizante, no debían matar a nadie, aún no. La prioridad máxima era interrogar a los sospechosos, capturarlos con vida.
Un sujeto tomó firmemente a Rafael por los hombros antes de que el efecto del gas lo desmayase y lo llevó en sus brazos hacia el exterior. Él no podía saber, ni siquiera imaginaba que al despertar de aquel malsano sueño sería un nuevo huérfano, a sus apenas 7 años de edad.
O al menos eso fue lo que su infantil mente alcanzó a asimilar de los hechos acaecidos aquella noche.
Los rostros de esos hombres, cubiertos en su totalidad por máscaras de gas, las cuales emulaban a la perfección las máscaras rituales de los antiguos, es algo que recuerda vívidamente.
No venían por él, sólo por sus padres.
Llegaron envueltos en una bruma, parecía que emanaban de las entrañas del infierno, caminaban sigilosamente y apuntaban los cañones y luces de sus armas a lo primero que se moviera.
El vapor onírico, no era sino gas paralizante, no debían matar a nadie, aún no. La prioridad máxima era interrogar a los sospechosos, capturarlos con vida.
Un sujeto tomó firmemente a Rafael por los hombros antes de que el efecto del gas lo desmayase y lo llevó en sus brazos hacia el exterior. Él no podía saber, ni siquiera imaginaba que al despertar de aquel malsano sueño sería un nuevo huérfano, a sus apenas 7 años de edad.
martes, 10 de enero de 2012
Breves relatos al borde del Fin Del Mundo. Vol. I
James Ford despertó aquella fatídica mañana con aquel terrible dolor aún apuntalándole la cabeza como el pico de un minero sobre la áspera roca. Se incorporó, llevó las manos hacia la frente y se cubrió el rostro con ellas. Por mucho que el corrosivo dolor le molestara, tenía que pasarlo a un segundo plano, olvidarse de él para poder cumplir con su deber. Observa su habitación: la escopeta sigue recargada contra el buró (añora los tiempos en que para sentir seguridad no era necesario dormir con un arma a un lado de la cama), la lamparilla de trabajo reposa encima, con el foco descompuesto aún sin cambiar, las cortinas siguen cerradas pero el sol que se filtra es suficiente para adivinar que ya está bastante entrada la mañana.
Y por último gira la cabeza para ver el bello rostro de su amada, de su esposa, la mujer de su vida y sus sueños, despertando. Abre los ojos, de un color miel, suave pero intenso, y le sostiene la mirada durante breves segundos, segundos en los que el dolor se desvanece, las penurias y los males de la vida diaria desaparecen, y sólo quedan ese par de ojos mirándolo fijamente, dentro de su alma. Su cabello negro y largo se desborda sobre la única sábana puesta en la cama -el calor hace insoportable que haya más aditamentos-, justo antes de que ella decida ponerse en pie.
-Prepararé el desayuno- le avisa con esa voz sensual, casi grave y única que la caracteriza.
-Está bien- es la lacónica respuesta de un hombre a quien la incertidumbre lleva devorando desde que recibiera aquella nota amenazadora, motivo por el cual irá a encontrarse en la tarde con Detrick y los miembros de su pandilla, conformada por aquellos que por miedo o falta de incentiva propia han decidido unirse a su causa.
Ford tambien reunió gente cuando se dio cuenta de lo que se avecinaba, hace ya mas de 3 meses, cuando la civilización colapsó. Los años pasados en el ejército le enseñaron a actuar con sangre fría bajo circunstancias en las que la mayoría se vendrían abajo.
Organizó a los hombres más fuertes para que consiguieran el aprovisionamiento necesario, o más bien el que se pudiera conseguir con todo el dinero de la gente que acudió a él en busca de ayuda. Entre los demás, cerraron la cuadra, utilizando coches a modo de barricada en las dos únicas entradas.
Despues salió a comprar armas con el dinero restante, cabe añadir que en ese dinero iban incluidos los ahorros de toda su vida. Unos días más tarde comenzaron las hostilidades y las duras decisiones no se hicieron esperar. Personas intentando huir, hurtadores, asesinos, toda la mala calaña que surge a raíz de cualquier desastre, se dejaron venir sobre ellos como buitres sobre un moribundo que se resiste a morir.
Ford sabía que no podían dar alojo a nadie más de los que ya estaban ahí. En total eran 113 personas, las cuales llevaban días sin salir de la misma cuadra, el miedo a lo que había allá afuera se había esparcido como pólvora. Así que a Ford no le quedó más opción que reunir un consejo. Decidieron que nadie entraría a su territorio, y a quien lo intentara, por los motivos que fueran, le dispararían.
Ésta decisión le dolió en lo más hondo de su pecho, pero si quería que su hija Melanie y Paula, su esposa sobrevivieran en este nuevo y peligroso mundo, entonces él tendría que hipotecar su alma a cambio de la seguridad de sus dos seres más queridos. Y así lo hizo.
Se levanta, se calza unos jeans ajustados y sale del cuarto. Su hija al escuchar que su padre sale, hace lo mismo. Lo recibe en el pasillo con una hermosa y radiante sonrisa, un recordatorio de por lo qué vale la pena vivir. Corre hacia él y éste la levanta en sus brazos. Y juntos bajan las 13 escaleras que llevan hacia el piso inferior, donde un desayuno en familia -uno de los pocos placeres que todavía quedan-, los aguarda.
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Capítulo siguiente:
COP
Y por último gira la cabeza para ver el bello rostro de su amada, de su esposa, la mujer de su vida y sus sueños, despertando. Abre los ojos, de un color miel, suave pero intenso, y le sostiene la mirada durante breves segundos, segundos en los que el dolor se desvanece, las penurias y los males de la vida diaria desaparecen, y sólo quedan ese par de ojos mirándolo fijamente, dentro de su alma. Su cabello negro y largo se desborda sobre la única sábana puesta en la cama -el calor hace insoportable que haya más aditamentos-, justo antes de que ella decida ponerse en pie.
-Prepararé el desayuno- le avisa con esa voz sensual, casi grave y única que la caracteriza.
-Está bien- es la lacónica respuesta de un hombre a quien la incertidumbre lleva devorando desde que recibiera aquella nota amenazadora, motivo por el cual irá a encontrarse en la tarde con Detrick y los miembros de su pandilla, conformada por aquellos que por miedo o falta de incentiva propia han decidido unirse a su causa.
Ford tambien reunió gente cuando se dio cuenta de lo que se avecinaba, hace ya mas de 3 meses, cuando la civilización colapsó. Los años pasados en el ejército le enseñaron a actuar con sangre fría bajo circunstancias en las que la mayoría se vendrían abajo.
Organizó a los hombres más fuertes para que consiguieran el aprovisionamiento necesario, o más bien el que se pudiera conseguir con todo el dinero de la gente que acudió a él en busca de ayuda. Entre los demás, cerraron la cuadra, utilizando coches a modo de barricada en las dos únicas entradas.
Despues salió a comprar armas con el dinero restante, cabe añadir que en ese dinero iban incluidos los ahorros de toda su vida. Unos días más tarde comenzaron las hostilidades y las duras decisiones no se hicieron esperar. Personas intentando huir, hurtadores, asesinos, toda la mala calaña que surge a raíz de cualquier desastre, se dejaron venir sobre ellos como buitres sobre un moribundo que se resiste a morir.
Ford sabía que no podían dar alojo a nadie más de los que ya estaban ahí. En total eran 113 personas, las cuales llevaban días sin salir de la misma cuadra, el miedo a lo que había allá afuera se había esparcido como pólvora. Así que a Ford no le quedó más opción que reunir un consejo. Decidieron que nadie entraría a su territorio, y a quien lo intentara, por los motivos que fueran, le dispararían.
Ésta decisión le dolió en lo más hondo de su pecho, pero si quería que su hija Melanie y Paula, su esposa sobrevivieran en este nuevo y peligroso mundo, entonces él tendría que hipotecar su alma a cambio de la seguridad de sus dos seres más queridos. Y así lo hizo.
Se levanta, se calza unos jeans ajustados y sale del cuarto. Su hija al escuchar que su padre sale, hace lo mismo. Lo recibe en el pasillo con una hermosa y radiante sonrisa, un recordatorio de por lo qué vale la pena vivir. Corre hacia él y éste la levanta en sus brazos. Y juntos bajan las 13 escaleras que llevan hacia el piso inferior, donde un desayuno en familia -uno de los pocos placeres que todavía quedan-, los aguarda.
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Capítulo siguiente:
COP
lunes, 9 de enero de 2012
El interminable frío.
El frío aire invernal le atizaba el rostro como cien afiladas espadas. Mientras caminaba se preguntaba cuál sería la distancia entre Londres y Rusia, cuánto tardaría alguien en llegar a pie. ¿Por qué se le había ocurrido Rusia como destino? Ni idea, y realmente no importaba, no es como si esa noche fuera a emprender un largo recorrido a pie como el que hacen aquellos deschabetados que presumen de estar de peregrinaje y caminan quién sabe cuántos kilometros descalzos, malditos locos.
Su elegante gabardina le golpea la parte trasera de los muslos, pegándole el pantálon contra la ropa interior térmica. Qué ridiculez, ropa interior térmica. Si se encontrara con su versión de hace treinta años, con aquel joven veinteañero vigoroso y lleno de vida, probablemente se burlaría de él. En su juventud nada lo perturbaba, tenía el mundo a sus pies y se sentía inmortal, o por lo menos cierta suerte de invencibilidad acompañaba a su ego a donde quiera que iba. Pero ahora todo ha cambiado, la certidumbre de la mortalidad ha desplazado la falsa seguridad y la arrogancia que durante tantos años lo caracterizaron.
Camina hasta el lugar indicado. Un buzón rojo al que van a parar las cartas y paquetes de aquellos a quienes la modernidad aún no toca a la puerta. Mete la mano, hurgando en aquella caja, la cual parece tener la intención de comerle las puntas de los dedos. Finalmente éstos tocan algo duro, una superficie lisa y al parecer cuadrada, lo sujeta firmemente y extrae lo que hay en el interior de ese arcaico baúl.
Lo que debía estar allí, esa noche, a esa hora, está. Y lo sostiene entre sus trémulas manos. Él es débil, siempre lo ha sido. No entiende por qué aquella mujer dejaría a su merced aquella única copia del libro que ella escribió durante los últimos años de su vida. Quizá creyó que él como escritor haría algo con su novela, o que quizá la comprendería o vería en ella algo que nadie más podría. No importa.
Regresa a su casa, otra vez bajo la sutil paliza que el aire le prodiga a cada paso.
Al entrar se prepara un café, para después sentarse en su sillón favorito. Abre cuidadosamente la novela, atada en una rudimentaria encuadernación. Lee ávidamente durante toda la noche, sólo se detiene para ir al baño o frotarse los ojos, pero sólo muy esporadicamente.
Finalmente, cuando el sol comienza a aparecer en el horizonte, a través de la inmensa ventana de 3 metros de altura, termina su lectura. Aún no puede interpretar los sentimientos que han despertado en él. Y nunca lo hará.
Camina hasta el closet gigante que hay detrás de su habitación, se acerca hasta el compartimento donde guarda el revólver que heredó de su padre. Saca cinco de las seis balas de la recámara del arma, para así despejar las posibles dudas sobre sus intenciones a quienes lo encuentren más tarde. Va hasta su inmensa cama, se sienta en el borde. Martilla el arma, mete el cañón en su boca, apuntando hacia arriba, para no errar, y jala del gatillo.
Su elegante gabardina le golpea la parte trasera de los muslos, pegándole el pantálon contra la ropa interior térmica. Qué ridiculez, ropa interior térmica. Si se encontrara con su versión de hace treinta años, con aquel joven veinteañero vigoroso y lleno de vida, probablemente se burlaría de él. En su juventud nada lo perturbaba, tenía el mundo a sus pies y se sentía inmortal, o por lo menos cierta suerte de invencibilidad acompañaba a su ego a donde quiera que iba. Pero ahora todo ha cambiado, la certidumbre de la mortalidad ha desplazado la falsa seguridad y la arrogancia que durante tantos años lo caracterizaron.
Camina hasta el lugar indicado. Un buzón rojo al que van a parar las cartas y paquetes de aquellos a quienes la modernidad aún no toca a la puerta. Mete la mano, hurgando en aquella caja, la cual parece tener la intención de comerle las puntas de los dedos. Finalmente éstos tocan algo duro, una superficie lisa y al parecer cuadrada, lo sujeta firmemente y extrae lo que hay en el interior de ese arcaico baúl.
Lo que debía estar allí, esa noche, a esa hora, está. Y lo sostiene entre sus trémulas manos. Él es débil, siempre lo ha sido. No entiende por qué aquella mujer dejaría a su merced aquella única copia del libro que ella escribió durante los últimos años de su vida. Quizá creyó que él como escritor haría algo con su novela, o que quizá la comprendería o vería en ella algo que nadie más podría. No importa.
Regresa a su casa, otra vez bajo la sutil paliza que el aire le prodiga a cada paso.
Al entrar se prepara un café, para después sentarse en su sillón favorito. Abre cuidadosamente la novela, atada en una rudimentaria encuadernación. Lee ávidamente durante toda la noche, sólo se detiene para ir al baño o frotarse los ojos, pero sólo muy esporadicamente.
Finalmente, cuando el sol comienza a aparecer en el horizonte, a través de la inmensa ventana de 3 metros de altura, termina su lectura. Aún no puede interpretar los sentimientos que han despertado en él. Y nunca lo hará.
Camina hasta el closet gigante que hay detrás de su habitación, se acerca hasta el compartimento donde guarda el revólver que heredó de su padre. Saca cinco de las seis balas de la recámara del arma, para así despejar las posibles dudas sobre sus intenciones a quienes lo encuentren más tarde. Va hasta su inmensa cama, se sienta en el borde. Martilla el arma, mete el cañón en su boca, apuntando hacia arriba, para no errar, y jala del gatillo.
¡Démosle una cordial bienvenida al Fin Del Mundo!
Quedareís maravillados con lo que estais a punto de presenciar. Vuestra imaginación pocas veces ha visto algo igual, tan estrafalario, tan insano y absurdo. Asegurate de llevar bien pegada la cabeza al tronco, porque al entrar aquí corres el riesgo de perderla.
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En algún oscuro rincón de una calle poco transitada, detrás de la protectora seguridad que le brindan unos tupidos arbustos, permanece un hombre, en cuclillas y con unos binoculares casi pegados a los ojos, sólo observa, impaciente, con las manos sudorosas y el pulso agitado, sabiendo que ella está a punto de pasar por enfrente, de camino a su casa. Conoce sus horarios, su rutina, en resumen, la conoce mejor de lo que ella misma lo hace. La observa con la atención y paciencia de un científico que estudia sus muestras, todos los días, a las mismas horas, cabalmente, sin fallar ni una sola vez.
Dentro de alguna celducha, probablemente de las que se encuentran en la esquina, aquellas tan lejanas de la entrada que a los guardias les da flojera acercarse, se escuchan los ruidos de un preso violando a otro. Repitiendo el mismo crimen desde hace diez años, los mismos que llevan compartiendo celda, todas las noches, a la misma hora, casi con la precisión de un reloj nuclear.
Un sujeto pálido, obeso, y con profundas ojeras deslizándose desde una comisura de los ojos hasta la otra, permanece sentado en su sillón, con el mando inalámbrico de la tele sujeto a su flácida mano. Hace tres años que no sale de casa, no tiene amigos, familiares, ni nadie a quien le pueda importar un carajo si muere o no. Pero no importa, desde hace años la certidumbre de que morirá solo anida en su interior. Su madre murió hace tres años, dejándole una muy importante herencia a él; su único heredero. Hizo los cálculos y puede vivir durante ciento treinta y tres años, tres meses y tres días manteniendo sus gastos en cien dólares diarios. Desde entonces no hace más que ver tele todo el día, ordenar comida y defecar. No hay de qué preocuparse, el dinero guardado en el banco también genera intereses.
En algún lugar de una hermosa isla tropical, una bella mujer -viuda 3 veces, a sus apenas 28 años-, se regocija con el plan que ha urdido para matar a su actual esposo, un decrépito y no por eso menos asqueroso anciano de 76 años. Podría dejar que la naturaleza siguiera su curso natural, pero la paciencia es una virtud de la que carece. Se mira al espejo del tocador, unos irreales ojos verdes le devuelven la mirada, debajo de ellos una tez pálida, impecable y pálida se torna en sonrisaalrededor de su boca. De niña siempre deseó ser millonaria, tener millones y millones de dólares. Ahora ha conseguido su meta. Claro que la forma en que lo hizo esta peculiar viuda negra, no fue el más ortodoxo, pero a quién importa. Se da la vuelta y espera. Entonces entran los hombres a quienes ha contratado para que finjan un robo y maten a su esposo. Evita dirigirles la palabra, sólo calla y aguarda. Uno se acerca hasta ella, no sabe cuál de los 3 es, no importa, el hombre rápidamente desenfunda el cuchillo con un sonido frío y metálico y se lo clava debajo del estómago, en una herida poco más que superficial. Ella cae al suelo, mareada y a punto de desmayarse, sabe que no está herida de muerte, pero aún así, no está acostumbrada al dolor. Los hombres pasan hacia la habitación contigua, donde se halla su esposo. perfecto, todo marcha según el plan.
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En algún oscuro rincón de una calle poco transitada, detrás de la protectora seguridad que le brindan unos tupidos arbustos, permanece un hombre, en cuclillas y con unos binoculares casi pegados a los ojos, sólo observa, impaciente, con las manos sudorosas y el pulso agitado, sabiendo que ella está a punto de pasar por enfrente, de camino a su casa. Conoce sus horarios, su rutina, en resumen, la conoce mejor de lo que ella misma lo hace. La observa con la atención y paciencia de un científico que estudia sus muestras, todos los días, a las mismas horas, cabalmente, sin fallar ni una sola vez.
Dentro de alguna celducha, probablemente de las que se encuentran en la esquina, aquellas tan lejanas de la entrada que a los guardias les da flojera acercarse, se escuchan los ruidos de un preso violando a otro. Repitiendo el mismo crimen desde hace diez años, los mismos que llevan compartiendo celda, todas las noches, a la misma hora, casi con la precisión de un reloj nuclear.
Un sujeto pálido, obeso, y con profundas ojeras deslizándose desde una comisura de los ojos hasta la otra, permanece sentado en su sillón, con el mando inalámbrico de la tele sujeto a su flácida mano. Hace tres años que no sale de casa, no tiene amigos, familiares, ni nadie a quien le pueda importar un carajo si muere o no. Pero no importa, desde hace años la certidumbre de que morirá solo anida en su interior. Su madre murió hace tres años, dejándole una muy importante herencia a él; su único heredero. Hizo los cálculos y puede vivir durante ciento treinta y tres años, tres meses y tres días manteniendo sus gastos en cien dólares diarios. Desde entonces no hace más que ver tele todo el día, ordenar comida y defecar. No hay de qué preocuparse, el dinero guardado en el banco también genera intereses.
En algún lugar de una hermosa isla tropical, una bella mujer -viuda 3 veces, a sus apenas 28 años-, se regocija con el plan que ha urdido para matar a su actual esposo, un decrépito y no por eso menos asqueroso anciano de 76 años. Podría dejar que la naturaleza siguiera su curso natural, pero la paciencia es una virtud de la que carece. Se mira al espejo del tocador, unos irreales ojos verdes le devuelven la mirada, debajo de ellos una tez pálida, impecable y pálida se torna en sonrisaalrededor de su boca. De niña siempre deseó ser millonaria, tener millones y millones de dólares. Ahora ha conseguido su meta. Claro que la forma en que lo hizo esta peculiar viuda negra, no fue el más ortodoxo, pero a quién importa. Se da la vuelta y espera. Entonces entran los hombres a quienes ha contratado para que finjan un robo y maten a su esposo. Evita dirigirles la palabra, sólo calla y aguarda. Uno se acerca hasta ella, no sabe cuál de los 3 es, no importa, el hombre rápidamente desenfunda el cuchillo con un sonido frío y metálico y se lo clava debajo del estómago, en una herida poco más que superficial. Ella cae al suelo, mareada y a punto de desmayarse, sabe que no está herida de muerte, pero aún así, no está acostumbrada al dolor. Los hombres pasan hacia la habitación contigua, donde se halla su esposo. perfecto, todo marcha según el plan.