-¡Este es el puente! -exclamó el hombre viejo con vehemencia.
-¿Cuál puente papá? ¿De qué hablas? -preguntó su hijo, un hombre que aparentaba poco más de cuarenta años.
-Es el puente donde besé a mi esposa por primera vez -respondió con voz entrecortada, con palabras quebrándose en su garganta -. Tengo que bajar.
Afuera del auto la noche era cerrada, sólo entrecortada por las luces intermitentes de las farolas dispuestas cada 20 metros.
-Papá, no podemos simplemente parar aquí, en medio de la nada. Además debemos estar por llegar a los cero grados. Está helando allá afuera. Y tengo que llevar a las niñas a casa.
En el asiento trasero, las dos hijas del hombre descansaban plácidamente, tras la cena familiar, después del funeral, en el restaurante, la cual se había alargado demasiado.
-Por favor -se limitó a responder el anciano, con la mirada cristalina perdida entre sus recuerdos.
El hombre usualmente habría hecho caso omiso, pero algo en la mirada de su padre, en su voz, tocó alguna fibra en su interior. Se orilló y detuvo el auto.
El hombre de cabellos blanco bajó con celeridad, azotando la puerta tras de sí. El viento le golpeó de lleno como mil cuchillas afiladas y diminutas, pero no le importó, el poder de los recuerdos, la sensación de ese primer beso, le daban todo el calor que necesitaba.
-!Papá, espera! -gritó su hijo. Una de las niñas se revolvió en el asiento trasero, incómoda por tanto revuelo.
El hombre llegó hasta el borde del puente y miró al horizonte, mientras su hijo se aproximaba por atrás, quejándose del frío. Entonces, se subió al primer barandal, atorando las rodillas entre el segundo y el tercero, quedando así al borde del precipicio. Frente a él se extendía el vacío y la fría noche, y treinta metros más abajo, las heladas aguas del río.
Su hijo, alarmado, caminó hasta él y se detuvo a pocos pasos, mirando con vértigo hacia abajo, hacía una inminente caída separada de ellos únicamente por esos tres barandales que discurrían a lo largo del puente.
-Papá, baja por favor, es muy peligroso -gritó entre el rugido del viento.
El hombre, con el cabello blanco agitado por el viento se limitó a mirarlo y sonreírle.
-¡¿Acaso no es esto hermoso, hijo?! -preguntó con un grito. Su garganta hacía años que no tenía tanta fuerza, durante ese instante, se sentía como si estuviera nuevamente en el clímax de su juventud.
Incluso podía sentir en el abrazo del viento la reconfortante presencia de su esposa, como si durante breves momentos ella estuviera ahí, de nuevo con él, susurrándole al oído. Cerró los ojos, se irguió completamente, alzándose ante el precipicio, y estiró los brazos hacia los lados.
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-Amigo, cuando estoy con ella, las demás chicas, te lo juro, es simplemente como si desaparecieran, como si dejaran de existir.
El chico se encontraba en el asiento delantero junto con su mejor amigo, Isaac. Las citas de ambos habían bajado del auto para ir al kiosko que había debajo de la enorme pantalla del autocinema a aprovisionarse de palomitas y malteadas. Los demás adolescentes y uno que otro adulto revoloteaban alrededor de los autos mientras había luz, antes de que comenzara la función. Las chicas eran perseguidas por sus pretendientes y nuevos romances se creaban. Faldas largas, mezclillas entalladas, y grandes copetes iban y venían de un lado a otro.
Al chico le encantaba la atmósfera del autocinema y le parecía un muy buen lugar para tener una segunda cita con esa chica que le había robado el corazón y lo había rechazado buena parte del verano.
-Yo quiero mucho a mi novia, te juro que me gusta mucho -respondió Isaac, con ese tono tan suyo, que aunque burlón, hacía que te cayera increíblemente bien-, pero, ¿pensar en sólo una chica todo el día, por el resto de la vida? No lo sé hombre, yo creo que algo te picó o alguna parte en tu cerebro se descompuso.
-No sé cómo explicarlo, viejo -contestó el chico -, a lo mejor tendrías que pasar por lo mismo para poder entenderlo -dijo pensativo -. Puedes apreciar la belleza de las demás chicas, pero cuando ella llega, simplemente eclipsa a todas las demás.
-No lo sé amigo, suena a mucho compromiso, y yo aún soy joven, no estoy listo para tanto -bromeó Isaac.
El chico lo miró, rió para sus adentros y se abstuvo de decirle a Isaac de lo afortunado que se sentiría cuando a él también le pasara. Algún día su amigo conocería también esa sensación.
-Ya vienen las chicas - anunció Isaac, al tiempo que se pasaba al asiento de atrás, pasando su trasero a peligrosos centímetros de la cara del chico.
Antes de que las luces del autocinema comenzaran a apagarse y las bocinas empotradas en las ventanas del auto comenzaran a emitir su ligero zumbido, el chico vio a su cita acercándose. La vio recogerse el cabello castaño detrás de la oreja, caminar con ese paso todavía por momentos inseguro, vio su media sonrisa mientras platicaba con la novia de Isaac, y en ese momento se sintió como el hombre más afortunado del mundo.
Y una parte de sí mismo, la parte que podía presentir el futuro, supo que así era.
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El hombre joven se quedó pasmado durante segundos, con el corazón detenido en el pecho y el viento azotándole las ropas contra la piel, mientras miraba a su padre, un anciano que apenas y podía caminar por su cuenta, elevarse encima de un barandal, al borde del precipicio y con una mirada de loco en los ojos y una sonrisa, como no la había tenido en meses, en la boca.
-¡Papá, baja por favor!
El momento de trance pasó, el hombre de cabellos blancos giró la cabeza, lo miró y comenzó a bajar lentamente de su efímero pedestal. Su hijo acudió rápidamente a ayudarlo.
-La vi hijo, vi a tu madre, por unos segundos ella estuvo aquí conmigo -dijo con mirada soñadora, casi delirante.
Su hijo no respondió nada, completamente aliviado de por fin poder volver al coche. El anciano volvía a caminar con lentitud y su mirada otra vez parecía distante de la realidad. Mientras avanzaban, un fino copo de nieve cayó en el brazo del hijo.
Ambos hombres voltearon hacia el cielo y la nieve lentamente comenzó a caer.
-!Es ella hijo, es ella! -exclamó emocionado.
Su hijo sonrió, él también había sentido momentáneamente algo en su interior, en lo más profundo de su pecho.
-Sí papá, es ella.
Tomó a su padre entre sus brazos, lo abrazó como hace años no lo hacía, y después, juntos, caminaron de vuelta al auto.