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viernes, 18 de noviembre de 2016

Rorschach: Diario de Walter Kovacs (4)

Septiembre 15 1956:

Miro las palmas de mis manos extendidas frente a mí. Están manchadas de sangre. Sólo que no son mis manos. Estas manos tienen un brillo antinatural, artificial, un brillo azulado. Pero la sangre que la cubre sí que es mía.

Entonces salgo de la ensoñación. Por lo general es una pesadilla de la que despierto empapado en sudor. Pero no esta tarde, esta vez fue distinto, fue como un recuerdo, una visión que se colara de pronto en mi mente, mientras espiaba afuera de la casa de Ella, sentado en el desvencijado asiento del piloto de aquella maldita carcacha.

¿Por qué estoy aquí? ¿Qué espero conseguir aprendiendo sus horarios? ¿Por qué vigilo atentamente y por qué mierda poseo esta maldita paciencia casi estoica? Intento no pensar en las respuestas, me aterra conocerlas. Así que simplemente ignoro las preguntas.





 El mariscal de campo y sus amigos llegan por Andrea Hazlett a las 6.58. Van a una fiesta. Me debato entre si seguirlos o tomar otro camino, el de la ignorancia. Regresar a la tranquilidad y comodidad de mi hogar. El dilema dura poco. En cuanto el Ford Fairlane se pone en marcha, mi cerebro también entra en estado de alerta. Seguirlos es fácil. Recorren los suburbios a velocidad moderada y es fácil seguir el rastro del sonoro Ford. Pero de pronto toman un giro inesperado. Giran en una esquina en la que no deberían haber girado y salen de los suburbios. No van a la fiesta.

Llegan al inicio del bosque y toman una desviación que los adentra en él. Espero a que se alejen, pero antes de que lo hagan demasiado, el coche se detiene. No hay necesidad de que yo me adentré en el camino de grava que se introduce en el bosque. Así que espero.

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