Septiembre 3 1956:
Siempre he sabido que eventualmente terminaré matando a alguien.
Las luces de neón inundan la calle con su brillo repulsivo, afuera la lluvia cae a raudales, mezclándose con toda la inmundicia de las calles de la ciudad. Pero al menos aquí dentro, aunque sea incómodo y apretado, se está caliente y seco.
Los adultos se la pasan hablando sobre la guerra y lo mucho que los cambió; o peor, de cómo transformó a sus conocidos. Hablan de las personas -amigos, familiares, novios o esposos- que marcharon cómo héroes y jamás regresaron. Hablan de la guerra en tiempo pasado, sin darse cuenta que hay también otra guerra librándose bajo nuestros pies, en nuestra propia ciudad. Aunque es una guerra que al igual que las ratas, se esconde en los recovecos de la noche y es imperceptible durante el día. Una guerra que la mayoría de personas se niegan no sólo a librar, sino a aceptar el simple hecho de su existencia.
Mi madre (esa perra) alguna vez me dijo que por eso yo no tenía un padre, que valerosamente se había enlistado en el ejército y se había marchado como héroe. Quise creerle, pero me resultó imposible hacerlo, aunque era sólo un crío, ya sabía que mamá se encontraba en uno de sus días buenos; los días en que la marihuana o la droga en turno le pegaba realmente bien y estaba de buenas la mañana entera, y si yo tenía suerte, también el resto de la tarde. Esos días hablaba conmigo y trataba de contarme historias que me hicieran sentir mejor. Nunca funcionaba.
Oh, pero también tenía días malos. Y la mayoría de días lo eran. Días en que la oscuridad se abatía sobre nuestra casa (si así puede llamársele a esa pocilga), en que mi único y anhelante deseo de niño era dejar de existir, volverme invisible y así poder pasar desapercibido para ella. Odiaba a sus amantes (chulos) que desfilaban por la casa, esa panda de ebrios y drogadictos siempre con barba incipiente, con pulseras, cadenas y anillos extravagantes, me hacían desear ser más grande para poder asfixiarlos con mis propias manos. A ellos y a mi madre de paso.
Pero temo que la persona que haga desatar la furia incesante que vive en mi cabeza sea alguien inocente. Alguien como Andrea Hazel.
Alguien que no merece morir.
Mierda, todo lo que quería era invitarla a salir. ¿Era realmente necesario que me mirara de esa forma?
¿Qué respondiera con ese desdén y burla mezclados en su mirada...?
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Esta historia continúa en:
Rorschach Diario de Walter Kovacs (2)
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