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lunes, 30 de diciembre de 2019

Ciudad Violenta: Dr Jeckyll y Mr Hyde

5

La oscuridad total se abatió sobre ella. Su cabeza parecía flotar, o más bien hundirse, en aguas densas, cada vez más profundas. Una incesante y dolorosa punzada le atravesaba el cráneo como si tuviera la punta de una lanza medieval atravesada desde la frente hasta la base del cuello. Pero la oscuridad poco a poco, lentamente, comenzó a disiparse. El negro total dio paso a un gris ambiguo, a esa oscuridad que no lo es, similar a cuando se ha hecho de día y la única protección que la oscuridad de tus sueños tienen son tus párpados, como los últimos centinelas entre tus sueños y los poderosos rayos del sol que golpean por entrar a tu rango de visión, abriéndose paso a arañazos por toda la superficie de tu habitación, y que por tanto hacen que la luz se mezcle con lo negro y comiences a entrever un color gris que hace que despiertes.

Lo mismo le sucedió ahora  a Nadine Velázquez; al percatarse de su propio cuerpo, de su dolor, comenzó a abrir los ojos muy lentamente. ¿Qué demonios había pasado? se preguntó al tiempo que la conciencia del despertar iba descendiendo muy pero muy despacio sobre ella, como cuando la noche anterior se te han pasado las copas y aparte de despertar al día siguiente carente de recuerdos de lo que pasó en las últimas horas, también despiertas con los sentidos embotados y total y completamente desorientado.


Justo así se sentía, pero peor, la cabeza le escocía, sus extremidades le dolían tanto como si hubiera dormido en el transporte público durante horas y sentía el cuello mortalmente rígido. Finalmente abrió los ojos por completo, y ahora sí, el desconcierto cayó sobre ella como una fría marea inundando imprevistamente la bahía. ¿Qué puta madre estaba pasando? se preguntó ahora con el corazón comenzando a bombear sangre helada a través de sus venas.

Sus ojos, que deberían mirar hacia el techo, o hacia alguno de los costados de la cama, miraban fijamente hacia una pared plateada, impersonal. Quiso girar la mirada, no lo logró, su cuello permanecía trabado en esa posición. Se encontraba boca abajo, con el cuello levantado, sostenido por algo que la obligaba a mirar al frente. Sintió el frío beso del metal debajo de los pechos donde deberían estar las sábanas. Movió los brazos, no lo consiguió, intentó dar patadas al aire, sus piernas tampoco reaccionaban. Y ahora sí, al tiempo que una fría certeza se asentaba en su estómago como si la hubieran golpeado con un martillo, la desesperación se apoderó total y absolutamente de ella.

–Vaya, vaya, veo que finalmente has despertado, Bella Durmiente.

La voz le resultaba lejanamente familiar. Pero ¿de quién se trataba? El dueño de esa voz le resultaba conocido, como cuando ves antiguas fotos familiares y no reconoces a alguna de las personas, pero sabes que la conoces.

Entonces recordó todo. Los recuerdos acudieron a su memoria en tropel, agolpándose en su cabeza como una estampida de animales salvajes.

Recordó al hombre, el restaurante fino, el vino, el camino a casa en taxi. Recordó a Milo, el hombre del metro, el chico adorable. Pero ahora nada parecía tener sentido. Finalmente estando consciente al cien por ciento, se dio cuenta que sus piernas estaban atadas por los tobillos, los brazos por las muñecas. Piernas y manos también estaban atados entre sí por encima de su espalda. Se encontraba boca abajo sobre una mesa de frío acero, probablemente acero inoxidable, a juzgar por el color, y una correa que pasaba por atrás de su espalda la mantenía sujeta, y contra su voluntad, a la mesa. Gritó. Gritó con todas sus fuerzas, pero de su boca no salió más que un desesperado gemido. Tenía atado algo a la boca, algo redondo que no alcanzaba a ver, pero que mantenía su boca abierta en un grito mudo y eterno.

–Dormiste mucho menos que las otras –dijo el hombre, con una voz juguetona, como de niño –. Bien, eso es bueno, significa que estás en mejor condición física que la mayoría –dijo al tiempo que pegaba brinquitos alrededor de la mesa de Nadine –. Espero que disfrutes de tu estancia en mi casa de los suburbios, no es tan lujosa como mi apartamento en la ciudad, pero bueno…

Se alejó unos pasos y volvió cargando un espejo de cuerpo completo.

–Supongo que querrás ver lo deliciosa que te ves en la forma en que te preparé.

¿Qué mierda pasaba, qué era todo eso? ¿Acaso se había intoxicado con la cena o las bebidas y estaba teniendo la pesadilla más vívida de su vida? Su cabeza daba vueltas, sólo quería que acabara ya, que todo acabara, fuera lo que fuera lo que estaba sucediendo. Pero por mucho que lo deseara, por mucho afán que pusiera en despertar, sabía que no estaba soñando. Había sido secuestrada por un maldito psicópata y ahora no sabía cuántas veces el muy cabrón la violaría antes de… ¿antes de qué? No quería ni pensar en la respuesta.

El psicópata puso el espejo frente a ella. Cuando vio la imagen que se reflejaba en el espejo, la desesperación la venció. Sus esfínteres se aflojaron y sus intestinos se vaciaron. Al hombre pareció no importarle. Parecía un maldito pavo de navidad, con las manos y pies amarrados con esposas de plástico por encima de la espalda, la cabeza levantada en una posición antinatural. Y ahora veía qué era eso que no la dejaba gritar, era una de esas bolas rojas con una correa atada alrededor de la cabeza, que usan los sadomasoquistas en sus sesiones para someter a alguien. Las lágrimas comenzaron a salir a raudales por sus cuencas acompañadas de débiles y desesperados gemidos.

El hombre la contempló con fascinación en los ojos. Todo lo guapo que había sido, desaparecía ahora, reemplazado por el rostro del lobo; el dulce, elegante y bello rostro del Dr. Jekyll transmutado en la cara deforme de Mr Hyde.

Pero Nadine Velázquez era una mujer fuerte, y si tenía que morir ese día, bien, que así fuera, pero lo haría bajo sus propios términos, moriría como una mujer valiente y no le daría a ese psicópata ni una sola muestra de miedo. Dejó de gimotear, las lágrimas pararon y miró al hombre directo a los ojos, con una expresión de enojo tal, que él sintió miedo por unos instantes, un miedo pasajero que desapareció cuando el lado racional de su mente se hizo presente diciéndole que ella estaba atada e indefensa, completamente a su merced.

Así que Milo Vasco prosiguió con su faena.

–Bueno, creo que es hora de continuar –dijo con voz risueña–. Hay alguien que quiero presentarte.

Dejó el espejo a un lado, recargado contra la pared y tomó la mesa con ambas manos. La giró ciento ochenta grados hasta que Nadine quedó de frente a otra mesa. En ella se encontraba, tumbada en la misma posición que Nadine, una chica. Sólo que ella sí permanecía dormida, aún. Tenía el cuerpo lacerado, parecía un lienzo de piel blanca, con pinceladas de rojos cortes (como los que se hacen los adolescentes para llamar la atención) y moretones tan azules que parecían ya negros. Nadine no pudo más que sentir una profunda pena y lástima por ella. Y también por sí misma, porque ahora veía el destino que la aguardaba.

Después de que sus ojos dejaron de escanear y evaluar las heridas de la chica, Nadine se percató que de hecho no era más que una niña. Tendría trece o catorce años, a juzgar por el cuerpo que parecía tener poco de haberse desarrollado, de haber entrado de pleno en la adolescencia. Una adolescencia que ahora, por culpa de ese monstruo, jamás vería su fin.

–Las voy a dejar solas para que se pongan al día y se conozcan, supongo que debes de tener muchas preguntas que deseas hacerle.

Dicho esto le quitó la correa con la pelota de sadomasoquista a Nadine.

–Eres un enfermo hijo de pu…

Antes de que concluyera la frase, el psicópata estampó la cabeza de Nadine con una ferocidad atroz contra el acero. Sintió como uno, o más, de sus dientes se resquebrajaba dentro de su boca y el sabor metálico de la sangre llenó sus sentidos. Por unos instantes todo fue la oscuridad física de sus ojos chocando contra la mesa, mezclada con la brillantez de un dolor agudo y penetrante.



Alzó la cabeza, pero Milo ya no estaba cerca. El hombre se alejó de ellas, dando unos pequeños saltitos entre paso y paso y silbando una tonada que sólo él reconocía.


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