viernes, 27 de diciembre de 2019

Ciudad Violenta:El Asesino del Metro

Dato Curioso: El agente Norman Hayes está inspirado en el detective del FBI Norman Jayden, del videojuego Heavy Rain para Play Station 3

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El agente Norman Hayes tomó un sorbo a su taza de café y miró alrededor. La sede central de la policía en la ciudad de México no estaba tan mal, claro después de que te acostumbrabas al incesante barullo y a las cientos de personas en un mismo lugar, que de no estar abarrotado, podría considerarse espacioso.

El piso del edificio en que se encontraba era una enorme estancia rectangular, ocupada en su mayor parte por cubículos y más cubículos (donde las computadoras de los agentes peleaban por su lugar en los escritorios en contra de toneladas de papeles, archivos y los contenedores de estos) en la parte de en medio, bordeados por oficinas en las orillas. Norman se hallaba sentado afuera de la oficina acristalada del comisario general, a la espera de que éste terminara la junta en la cual se encontraba con algunos de sus subordinados.


Miró su café antes de darle un trago. Su última novia (una rubia despampanante) siempre lo molestaba, porque decía que cuando iban por café a un Starbucks o a alguno de esos lugares, a lo que él pedía no se le podía llamar café sino más bien postre. Y así era, odiaba el sabor amargo de un café negro, así que siempre lo pedía tan dulce como fuera posible. Aun estando en una comisaría de policía, le había echado tanta crema a su café americano qué más bien parecía café con leche. Inclinó el codo y apuró el resto de un trago.

Pensó por un momento en aquella rubia despampanante, muy por encima de su liga, parecía una supermodelo, pero no de pasarelas, sino de esas que se dedican a salir semidesnudas en las revistas mensuales para “caballeros”; ese era uno de los pocos beneficios verdaderos de ser un poli, la mayoría de las chicas se derretían por los hombres con placa o cuando mínimo tenían algún tipo de fetiche, ya fuera con el uniforme (aunque Norman hacía dos años que no usaba uniforme) o con las esposas, o algo. A Norman le daba igual la razón, lo importante era que a las chicas les gustaban los polis. Bueno, cierto tipo de polis. Los que eran gordos y patéticos (la mayoría), para ellos ninguna placa ni ningún puesto les ayudarían nunca a conseguir una chica. Pero si eras un tipo más o menos apuesto como Norman y te mantenías en buen estado físico, como la mayoría de los novatos, tus probabilidades para ligar eran bastante buenas.

Aparte que tener ascendencia irlandesa por parte paterna también le ayudaba un poco a la hora de destacarse entre el resto. No es que fuera pelirrojo (afortunadamente, de lo contrario habría sufrido más tormentos de los estrictamente necesarios en el colegio) ni nada por el estilo, pero los rasgos latinos heredados de su madre, contrastaban de manera eficaz con las expresiones duras tomadas de los genes paternos. Y tenía un cabello negro y espeso que aunque siempre parecía negarse a permanecer peinado, a las chicas parecía encantarles, como si creyeran que estar algo despeinado todo el tiempo fuera una característica propia de las personas que poseen algún tipo de genialidad. Así que si pensaban eso, por él no había problema.

            Se percató que la asistente del comisario, una mujer de edad avanzada, la clásica asistente viejecita cliché, lo miraba fijamente desde detrás de su cubículo, mientras él se encontraba en su ensoñación. Le sostuvo la mirada, la viejecita se subió los lentes en un gesto cascarrabias, gruñó algo ininteligible y volvió a bajar la mirada hacia el teclado de la computadora.

La puerta a un lado suyo se abrió, sacándolo de su ensimismamiento. La chica supermodelo y su colección de tangas diminutas, junto con los pensamientos sobre su ascendencia, se difuminaron al instante de su mente, dejando en su lugar un profesionalismo eficaz y una personalidad competente y eficiente, apta para realizar cualquier tipo de misión sin importar cuán difícil pudiera llegar a ser.

Un puñado de policías viejos, posiblemente comandantes y algún que otro investigador, empezaron a salir en tropel de la oficina. El agente federal Norman Hayes se puso lentamente en pie y con gesto arrogante se estiró de manera exagerada para desperezarse, después de haber esperado sentado ahí durante poco más de quince minutos.

Cuando todos hubieron salido, miró hacia la asistente y enarcó una ceja a modo de pregunta. Ella se limitó a gruñir y con un gesto le indicó que ya podía pasar. Norman le sonrió, giró el cuerpo y entró a la oficina. Era más grande de lo que parecía, había un sofá en un extremo que parecía cómodo y varios cuadros de artistas renacentistas colgaban de las paredes, y las persianas bajadas no le habían permitido darse cuenta que aún había un hombre con el comisario. Supo quién era el comisario ya que éste se encontraba tras el único escritorio de la amplia oficina. El otro hombre tenía algo en su persona, un cierto aire de grandeza que hacía te fijaras en él, que no pudieras pasar en alto su presencia.

–Tenemos que encontrar a esos bastardos– dijo el hombre, con la decisión marcada en su grave voz.

–Ya te lo dije –se limitó a responder el comisario –, eso haremos, pero cuando el momento sea preciso, mientras trata de no perder la compostura. Y ahora ve a interrogar a ese muchacho, al que casi mata a golpes al vagabundo.

–Como sea –fue su cortante respuesta.

Aquel hombre alto, mediría por lo menos un metro ochenta y cinco, con un bigote enmarcándole el duro rostro, y piel bronceada, recordaba a algún jefe de una tribu de antiguos guerreros aztecas, emanaba una seguridad tal que aun estando en un nivel jerárquico menor al del comisario (Norman podía detectar a un detective a kilómetros de distancia), podía darse el lujo de contestar como si estuviera hablando con alguno de sus camaradas investigadores y no ante el hombre que firmaba su nómina.

El hombre alto dio media vuelta, pasó junto a Norman sin apenas percatarse de su presencia y salió de la oficina.

–Ese hombre parece que tuviera la misión de salvar el mundo, eh –comentó Norman.

El comisario no rio de su intento de chiste y se limitó a mirarlo fijamente. Norman bajó la mirada hacia la placa que descansaba sobre la mesa de roble o de caoba, o de algún tipo de madera fina y leyó el nombre: Rafael Solís.

–Ese es Miguel Prado, uno de mis mejores investigadores. Y sí, cree que le ha sido asignada la misión de salvar al país por sí solo. Ya le he dicho que es peligrosos enfrentarse solo a los peligros que esta ciudad encierra. Pero qué se le va a hacer, tiene el alma de un idealista empedernido. Yo soy Rafael Solís.

Dato Curioso: Miguel Prado, está basado (al menos físicamente) en el personaje homónimo de la serie Dexter, quien hace su aparición en la tercera temporada. El chico que golpeó al vagabundo, al que el comandante se refiere, es Lucas Castelli, y ambos son los protagonistas de mi libro Todos Los Inadaptados.


Estiró una mano y Norman se apresuró a estrecharla. El comisario, aunque ya parecía estar a punto de entrar en sus sesenta años (algo que quedaba de manifiesto por su cabello blanco, aunque con algunos atisbos del pretérito negro), seguía teniendo el apretón con la fuerza de alguien veinte años más joven.

–Norman Hayes, agente federal –respondió.

–Ya sé quién es usted y qué hace –le dijo en tono malhumorado–, a fin de cuentas, yo lo mandé llamar.  Ahora dígame ¿tiene una idea de por qué lo mandamos traer?

Norman no quería ser arrogante (bueno, tal vez un poco), pero desde que era niño no podía evitar dar respuestas que encolerizaban de alguna u otra manera a las figuras de autoridad a su alrededor.

–Imagino que, o las pruebas de algún caso se les han  acabado, o tal vez no han logrado reunir ninguna prueba que les sea de utilidad. Sea la situación que sea, debe ser un caso importante, y al verse terminadas sus opciones de investigación ortodoxa, han decidido recurrir a uno de los mejores perfilistas del país, en un intento desesperado de dar con algún sospechoso y poder de esta forma hacer avanzar la investigación. ¿Es correcto o me equivoco? –enarcó una ceja para enfatizar la pregunta.

El comisario le lanzó La Mirada. La mirada que compartían sus antiguos maestros del colegio, el director de la preparatoria y los jefes en sus primeros trabajos –por lo general de medio tiempo–, cuando apenas era un estudiante de psicología. Una mirada de hastío, la mirada que le arrojas a un crío que se quiere pasar de listo, una mirada que quiere decir: estoy a punto de darte una patada en el culo, maldito mocoso arrogante. Y eso, a Norman le seguía encantando tanto ahora, como cuando era un adolescente perdedor en la secundaria.

–Pues sí, tiene usted toda la razón –confesó no sin cierto desagrado –tenemos a los medios encima de nosotros, la opinión publica nos ve con enojo, como si fuéramos incapaces de atrapar a este tipo, incapaces de proteger a los ciudadanos –hizo una pausa, como para calibrar el peso de lo que diría a continuación –y en cierta forma, lo somos.

Esperó a que Norman dijera algo, pero como éste se limitó a guardar silencio y sólo asentir con la cabeza, continuó:

–No tenemos pruebas para atrapar a este maldito enfermo, a este psicópata, supongo que ya lo habrá visto en las noticias, ya sabe lo que este jodido animal le hace a las mujeres.

–Los medios se han ensañado con el asunto, no hay día en que no se hable de él –respondió Norman con sutileza, intentando reparar a pequeños pasos su arrogancia de hace unos momentos.

El comisario se sentó y se pasó las manos por la frente y el cabello, hasta dejarlas en la nuca en gesto de desesperación.

–No tenemos nada, absolutamente nada. No tiene ningún patrón que hayamos podido identificar, desconocemos su Modus Operandi, mierda, ni siquiera las chicas tienen relación unas con otras, además del hecho que todas son blancas y de pelo negro.

–¿Las edades? –inquirió Hayes. Su mente comenzaba ya a activarse y a meterse en el papel de agente bien entrenado.

–¿De las víctimas?

–Sí.

–Ni siquiera en eso están relacionadas –contestó el comisario –la más joven tenía trece años, y la mayor estaba a punto de cumplir sesenta. Parece que cualquier edad es buena para él.

En algún punto de la charla, se habían sentado sin percatarse de ello. Cada quien a un lado del elegante y espacioso escritorio.

–Y bueno, los altos mandos dicen que usted ha hecho verdadera magia en casos como estos –apuntó el comisario.

–¿Casos que carecen de pruebas? –Hayes enarcó una ceja nuevamente. El comisario lo miró con expresión malhumorada e instantáneamente Norman reprimió la sonrisa irónica que había estado a punto de aflorar a sus labios. –No es lo óptimo, ni lo que preferiría, pero así es, este tipo de casos son mi especialidad –terminó, ahora sí, con un tono de voz profesional y serio.

–Necesitamos que se ponga manos a la obra de inmediato, señor Hayes. Mi asistente me informó que su oficina ya está lista. Así que en cuanto se instale dígame qué es lo que necesita para iniciar su trabajo.

–Me parece perfecto –contestó, lo más educadamente que le fue posible –me gustaría conversar lo antes posible con el detective a cargo de esta investigación.

–Póngase cómodo  e instálese en su oficina –le respondió el comisario –.Yo le diré al agente González que vaya a verlo lo antes posible.

Le hizo una seña a Norman Hayes para que se retirara. Éste se puso en pie y salió de la oficina del comisario. Esperaba que el agente González, con quien iba a trabajar muy de cerca y probablemente fuera su compañero durante la investigación no fuera tan odioso como el comisario Rafael Solís.


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