lunes, 30 de diciembre de 2019

Ciudad Violenta: El Monstruo bajo la cama


4

            Como no podía ser de otra manera (por supuesto que no) a Norman Hayes le asignaron la oficina más cercana a los baños. Si guardaba el suficiente silencio, casi podía oír a las personas al otro lado de la pared pujando y gimiendo mientras hacían sus necesidades. Tenía la sospecha de que hasta antes de su llegada, esa habitación diminuta ni siquiera era una oficina, posiblemente era una bodega o con más probabilidad, el cuarto de las escobas.

            Siempre era lo mismo, en las agencias estatales no les agradaban nunca los agentes federales, como él. En ese aspecto todos tenían casi siempre la mentalidad de un campirano retrogrado. Creían que los agentes federales llegaban a recoger los frutos de lo que ellos habían cosechado y por tanto a quedarse con todo el crédito, crédito del que ellos se asumían completamente merecedores. Pero la verdad era otra.

            Los agentes como Norman Hayes, entraban a una investigación cuando se cumplía alguna de las siguientes dos condiciones: o la investigación por parte de los agentes estatales llegaba a un punto muerto en donde carecían de pruebas para seguir investigando y por lo tanto necesitaban a alguien experto en psicología que les pudiera generar un perfil detallado del criminal a quien buscaban; o bien cuando se presumía que el criminal o sospechoso en cuestión había cometido varios crímenes (por lo general asesinatos o violaciones) en dos o más estados diferentes del país, entonces la investigación caía en jurisdicción de los agentes federales.

            Y en este caso en particular, se cumplían las dos condiciones. Los agentes estatales carecían de pruebas para seguir con la investigación y además habían descubierto otros casos archivados en otros estados del país, donde el modus operandi y la forma en que las víctimas habían sido encontradas, resultaban incómodamente parecidos. 

            Y todo eso llevaba a Norman al lugar en que se encontraba ahora: el cuarto de las escobas, acondicionado a manera de oficina temporal para el agente federal al que ningún agente estatal quería.

            Pero eso no le importaba, lo único que le interesaba era resolver ese caso, al fin y al cabo eso era para lo que se había enlistado, para atrapar a los monstruos disfrazados de oficinistas, amas de casa, padres amorosos, hijos e hijas modelo, maestras y sacerdotes.

            Norman Hayes, en los pocos años que llevaba como agente (apenas tenía treinta y tres años de edad), había descubierto que el mal se puede esconder en cualquier lugar. La viejita más dulce podría ser una mujer a la que le gustara ir a los hospitales a envenenar la comida de los pacientes mientras estos dormían. El padre más bondadoso y altruista de la iglesia podía ser un estafador, tener un negocio de trata de mujeres. El padre de familia más afectivo podía ser al mismo tiempo el pedófilo más entusiasta. En fin, había aprendido a temprana edad (aún antes de hacerse poli; incluso antes de estudiar psicología) a desconfiar de las apariencias, de las palabras sibilantes que podían salir de boca de los maniáticos que a simple vista te parecían las personas más normales y buenas del mundo.

            En la vida real no era como en los cómics que leía de niño. Aquí los psicópatas, los degenerados y sádicos no se pintaban la cara de payasos, no vestían de manera extravagante con trajes morados, ni peleaban contra los justicieros de la noche como hacía el Joker. No, los peores monstruos se ocultaban bajo disfraces de débiles corderitos y se camuflaban en las redes de una vida normal, aburrida, rutinaria. Te los podías encontrar en la fila de la caja del supermercado, en la entrada del cine, en el parque, incluso en las reuniones de  padres de familia en la escuela de tus hijos, y jamás se te ocurriría pensar mal de ellos. Y justo esa clase de degenerados eran los que Norman perseguía con mayor denuedo.

            En medio de la estancia había un escritorio y tras él una silla giratoria de las más básicas, de esas que te hacen doler la espalda a los quince minutos de estar sentado en ellas. Había papeles encima del escritorio, un teléfono viejo y media docena de otros artículos carentes de alguna utilidad práctica.

            Norman miró todo ese revoltijo, exhaló aire, intentando ganar algo de paciencia, pero no lo logró, así que se remangó la camisa. Con un movimiento intempestivo, llevó los brazos hacia el escritorio y arrastró todos los objetos hacia el borde de la mesa. Teléfono, papeles y demás objetos cayeron con estrépito al suelo. Empujó la silla hacía la pared opuesta a la puerta de entrada, colocó ambas manos en el escritorio y con un movimiento cargado de fuerza empujó el pesado mueble hasta pegarlo a la pared del lado de la puerta.


            –Mucho mejor –dijo con satisfacción. Se frotó las manos en la clásica señal que indica un trabajo bien hecho y sonrió para sus adentros.

               Entonces la puerta de su “oficina” se abrió.

            Por la puerta pasó un hombre que  parecía ya bien entrado en los cuarenta, pero no se veía joven ni bien conservado. Tenía la piel apergaminada de un bebedor empedernido, el cabello que probablemente hasta hace pocos años no estaba más que cubierto por algunas canas, ahora comenzaba a encanecer seriamente y tenía una barba de candado igualmente cubierta de cabellos plateados. Vestía un traje barato (como la mayoría de detectives, a menos que fueras de una familia rica y papi te comprara los trajes que quisieras)  de color marrón y unos zapatos cafés sin mayor distinción.

            En cuanto Norman vio la expresión de ese poli, supo instantáneamente que no iban a llevarse bien. Tenía una sonrisa burlona enmarcándole el rostro y por la forma en que miraba a Norman, supo que se divertía de lo lindo viéndolo en ese agujero de ratas. También intuyó que el hombre ya tenía una opinión preestablecida de él, y cualquier cosa que Norman pudiera hacer o decir, no lo haría cambiar de opinión. Siempre era lo mismo cuando se trataba de detectives estatales.

            –Hola, soy Roberto –se presentó.

            Norman giró el cuerpo hacía él.

            –Norman Hayes –respondió, alargando la mano en respuesta al agente.

            El agente recién llegado apretó con más fuerza de la que probablemente solía hacerlo, posiblemente en una estúpida muestra de superioridad. Pero Norman no era un debilucho (al menos no desde los dieciséis) y además inconscientemente ya se había preparado, así que respondió de igual manera, apretando con más fuerza de la debida; durante el segundo que duró ese apretón, ambos hombres se calibraron mutuamente, con la mirada fija en los ojos del otro.

            Norman no sabría decir qué conclusiones sacó de él ese hombre, pero lo que él pudo deducir rápidamente es que aunque se trataba con toda posibilidad de un poli por lo general corrupto, cuando llegaba el momento de la verdad, se ponía la playera, cuando se trataba de atrapar a los verdaderos malos, y no sólo drogadictos o dealers de tercera en barrios pobres, estaría al final del día del lado de Norman. Y eso para él era suficiente.

            –Supongo  que tú eres el agente… –Norman rebuscó rápidamente en sus recuerdos, escarbando por el nombre –. González –terminó por fin.

            –Así es, chico –respondió en tono condescendiente. Como si se preparara para hacer de mentor de Norman –. Detective González –puntualizó –. Supongo que tú me vas a ayudar a atrapar a ese asesino bastardo ¿no?

            Lo voy a atrapar básicamente yo, pensó con sarcasmo Norman, siempre y cuando no interfieras más de la cuenta y no estorbes. Pero lo que contestó fue algo un poco más cordial.

            –Lo más pronto posible –dijo con seguridad.

            Se llevó los brazos a los costados, con las manos en la cadera, como en la clásica posición de Peter Pan, suspiró y miró hacia su recién movido escritorio.

            –Entonces creo que es hora de poner manos en acción, detective González.

            –No comas ansias, hijo –respondió el hombre –. Pasa en un rato a mi oficina y comenzaremos a revisar los archivos y evidencia que hemos logrado reunir a la fecha.

            –Sin ánimos de ofender, detective –dijo Norman con la voz un poco más aguda de lo que hubiera querido –, pero creo que cuanto antes nos pongamos manos a la obra, antes tendremos a ese bastardo asesino entre las rejas –dijo utilizando el mismo término para describir al asesino que González había usado previamente.


            –Como quieras hijo –respondió condescendiente, entonces vamos a mi oficina. 

            –Gracias.

            Intercambiaron nuevamente una mirada, intentando saber quién había ganado el primer round. Por lo visto era un empate. Salieron de la improvisada oficina/cuarto–de–las–escobas de Norman y avanzaron hacia el otro extremo del edificio, hacía lo que Norman presentía iba a ser una muy, muy larga investigación.

            Si en ese momento hubiera sabido la verdad de lo que ocurriría, probablemente la perspectiva de pasar demasiado tiempo con el detective González y los demás agentes estatales no le parecería tan mala después de todo.


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