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domingo, 7 de octubre de 2012

El exilio de Lucifer.




La sentencia fue clara, eterna e inamovible.

Lucifer sería un paria, un marginado, jamás volvería a pisar el paraíso, la entrada en él le estaría prohibida por toda la eternidad, así como a todos aquellos humanos en los que por sus venas corriera la sangre del ángel rebelde. La estirpe de Lucifer estaría destinada a vagar eternamente por la Tierra, sin poder alcanzar jamás el descanso que los demás encontraban en la muerte. Sus hijos a partir de ese momento, el final de la Gran Guerra entre ángeles, sólo se reproducirían a través de la sangre, y vivirían de ella y únicamente de ella, no conocerían ya más el placer de la comida ni la bebida, sólo sangre.

El nombre de su último hijo, quien estaba a punto de nacer, sería maldecido por la historia, se convertiría en sinónimo de traición y cobardía hasta el final de los tiempos.

       Su antiguo dios, con quien Lucifer había discutido amorosamente y de quien había aprendido tanto, ahora lo mantenía postrado, en una posición que no hacía más que evidenciar la derrota que acababa de sufrir. Había transportado a los últimos ángeles rebeldes, encadenados y vencidos hasta el límite del paraíso, el lugar donde la eternidad se confunde con el caos y el final de los reinos se une con el cielo.

Estaban hincados, con la cabeza gacha viendo directamente hacia el precipicio, un precipicio tan hondo y vasto que los ojos de Lucifer -aunque mortales, eran excepcionalmente más poderosos que los de un humano cualquiera-,  carecían de la habilidad de ver el final al abismo.

Después de la sentencia, vino la ejecución del castigo. Fue simple, doloroso y eterno.

Entonces el creador, adoptó una forma humana, la forma del padre, y con rabia y poder mezclados, fue arrojando del cielo uno por uno a los ángeles subversivos hasta que sólo quedo Lucifer.

-Primero serás desollado- sentenció con una voz que retumbó en ecos que tardaron minutos en desaparecer del paraíso-. Y dado que te gusta tanto tu forma física, ni tu ni los otros ocho ángeles podrán jamás escapar de esos cuerpos.

Y sin decir más, unas manos invisibles, ardientes y poderosas le arrancaron la piel del cuerpo. El dolor fue agonizante, mientras Lucifer observaba cómo trozos enteros de piel le eran arrancados como por arte de magia, dejando al descubierto la carne al rojo y los músculos vibrantes, llenos de sangre, deseo desmayarse, sólo escapar de ahí. Pero eso era imposible, sabía que jamás podría escapar al dolor, Él no se lo permitiría.

-Estás acostumbrado a ser hermoso, tu forma terrenal era la de una divinidad, pero ahora, el castigo por tu soberbia, será convertirte en lo contrario, serás aquella criatura que anida en las pesadillas de los mortales más depravados, ningún mortal podrá verte jamás sin abrazar en ese mismo instante la locura- las últimas palabras que el creador le dirigió fueron frías, impasibles y llenas de rencor.

Acto seguido, tocó la espalda de Lucifer y fue como si millones de ardientes agujas se hubieran deslizado desde su piel hasta lo más hondo de sus entrañas. Su forma física comenzó a cambiar, se ensanchó, las piernas se volvieron las de un animal, el macho cabrío, unos cuernos deformes comenzaron a golpear las paredes de su cráneo, pujando por salir a la superficie, su cara se deformó en una mueca espeluznante. Sus alas se tornaron negras y antes que la metamorfosis hubiera terminado, dios lo pateó hacia el abismo, hacia la nada, expulsándolo para siempre del reino divino.

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La Leyenda de Judas (1)



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Lucifer

La Leyenda de Caín

Mi alma arderá en el paraíso


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