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lunes, 8 de octubre de 2012

La leyenda de Judas. (1)



Lucifer tuvo que observar impotente desde su nuevo reino, el infierno, cómo dios descendía de los cielos, encarnando en un ser terrenal, con el único propósito de manipular y torcer la mente mortal del último hijo de Lucifer: Judas.

Justo después de ser expulsado para siempre del reino divino, al ángel rebelde le fueron arrebatados los ojos físicos y el creador le devolvió sus antiguos ojos divinos, sólo para que pudiera contemplar como el nombre de su heredero sería mancillado, cómo dios lo convertiría en un villano que la historia  jamás olvidaría.

El pequeño Judas y su hermana gemela, Jimena, nacieron en una noche sin luna, de mal augurio, bajo un cielo tachonado de brillantes estrellas rojizas que parecían juzgar a los niños  aún antes de que pudieran siquiera caminar. Por alguna razón, el creador se compadeció de la niña, y el único castigo que le impuso fue el separarla de su familia; su madre y su hermano, y la sentenció a llevar una vida larga y penosa, pero al morir, ella sería la única en ser admitida en el paraíso.



Judas conoció a un niño llamado Jesús, ambos entablaron una amistad que parecía a prueba de todo, ni el más torrentoso de todos los mares podría destruirla; o eso pensaba Judas. Con el paso de los años, el resentimiento fue creciendo en el alma de Judas, un odio y rabia sembrados en su corazón por el creador mucho antes de nacer, y que conforme pasaban los años y Jesús se hacía popular entre las masas y parecía un ser bendecido con una gloria que le restregaba en la cara cada que tenía ocasión, aumentaba y crecía como un pequeño tronco que con el tiempo acabaría convirtiéndose en un enorme sauce.

        Cuando hacía esas extravagantes muestras de poder en público, cuando curaba personas o devolvía la vista a algún ciego, Jesús se mostraba humilde, siempre le agradecía a su padre, el creador, antes que a nadie, y decía que sólo a él debían agradecer. Pero en privado, le encantaba regodearse de sus logros, y sutilmente menospreciar a Judas, quien le había sido fiel desde que eran niños. Y así, con el pasar de los años, la amargura se fue apoderando de él con dedos calientes, invisibles y más poderosos que su voluntad.

        El fatídico día llegó, el día en que el destino de Judas quedaría marcado para siempre. El día de la traición que la historia se negaría a olvidar.

       Y Lucifer, atado mediante cadenas de fuego, manteniéndolo unido al Inframundo, era incapaz de hacer nada por ayudarlo, sólo podía observar, con la histeria rasgándole el cerebro y un grito atenazado en su garganta, sin poder salir, ya que su dios le había cortado la lengua.

Intentó llorar, pero los ojos celestiales que habitaban en sus cuencas demoníacas eran incapaces de demostrar ese simple gesto de empatía.

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Siguiente capítulo:

La Leyenda de Judas (2)


Capítulos anteriores

El Exilio de Lucifer

Preludio: Origen

Lucifer

La Leyenda de Caín

Mi alma arderá en el paraíso

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