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miércoles, 30 de noviembre de 2016

Rorschach: Diario de Walter Kovacs (6)

Me acerco sigilosamente a ellos, aunque están tan ocupados con la chica que dudo puedan estar muy alertas de sus alrededores. Craso error.

El mariscal de campo ha volteado a Andrea Hazlett contra el capó del auto y con movimientos bruscos le baja las bragas hasta los tobillos y sube el vestido por encima de la cintura. La chica se retuerce y gime, pero no forcejea en realidad; no es totalmente consciente de lo que está ocurriendo.

Cometí el mismo error que la mayoría de los hombres; pensé que por que una mujer era bonita, entonces debía de ser buena.

Por un momento me debato ante la idea de dejar que la chica afronte las consecuencias de sus decisiones, que sea violada por aquellas malas compañías que ella misma ha elegido. El instante pasa.
-Apártense de ella -me oigo decir con una voz ominosa, ceremonial, una voz que aunque surge de mi garganta, me resulta ajena, desconocida.

-Ey, mira a ese maldito payaso, viene hasta disfrazado -le dice uno de los chicos al mariscal en cuanto me ve. Es el más robusto de los tres.

En ese momento me percato de lo ridículo que debo verme con ese pasamontañas blanco como la nieve lleno de rayones y manchas hechos con un marcador indeleble negro. No importa.
-Les dije que vendría -dice el mariscal, separándose del cuerpo semidesnudo de la chica Hazlett.
El tercer chico saca un bate de baseball del asiento trasero, y puedo oír a la otra chica, la porrista, que se retuerce y gime entre sueños. El mariscal de campo saca una navaja de su bolsillo y pulsa el cierre para que la hoja florezca desde dentro del mango. El otro chico truena el cuello y los nudillos de cada mano. Tres contra uno. Bien.

-Vamos a deshacer a este maldito.

-Quiero ver que lo intenten -es mi fría respuesta.

Me acerco corriendo hasta ellos, y los puños comienzan a volar. Le rompo la nariz al gordo y la sangre le salpica los ojos, segándolo, pero el del bate, abanica y me alcanza a dar en el hombro.

Tengo que aguantar ese golpe si quiero desarmar al mariscal. Lanza un embestida torpe con la navaja hacía mí.Hago un movimiento rápido de desarme, y aprovecho para fracturarle todos los dedos, excepto el pulgar, de la mano derecha. Siento un batazo más en la espalda y caigo de rodillas en el suelo de grava. El sabor metálico de la sangre llena mi boca. El mariscal se retuerce de dolor a mi lado. Escucho el silbido del bate y giro, esquivando el golpe por centímetros. Una mano se cierra sobre mi cabeza, intentando arrancar el pasamontañas, dejando parte de mi rostro descubierto. Es hora de terminar con esto. Me pongo en pie, esquivo una vez más el bate, gracias a la práctica obtenida después de interminables sesiones en el ring esquivando jabs y derechazos imaginarios, y comienzo a golpear. Mis puños se hunden en la blanda carne y la sangre inunda mis ojos. Cuando el tipo del bate ha quedado knock out, regreso a donde está el mariscal y comienzo a golpear, cuando he terminado con él, mi respiración es dificultosa y entrecortada. El tipo gordo, el de la nariz rota me observa. Pero hay tanto miedo en su mirada que comprendo al instante que ya no es un amenaza para mí. El sujeto sale corriendo.

El pasamontañas está parcialmente roto y deja al descubierto la mitad derecha de mi rostro, cabello de zanahoria incluido.

-Yo, yo te conozco.. -la voz es la de Andrea Hazlett. Por primera vez en la vida escucho su voz sin ese tono burlón ni ese tono de superioridad con el que ha hablado las pocas veces en que hemos cruzado palabra.

-Te equivocas -es mi pronta respuesta- jamás nos hemos visto.

-Pero tú eres...

-No sé quien creas que sea yo, niña, pero no soy nadie.

Doy media vuelta y me largo de ahí.

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Mi destino es matar; pero no a patéticos violadores de 17 años como estos, no; estoy destinado a enfrentarme a sádicos asesinos, lobos psicópatas disfrazados en piel de cordero, y gángsters con la policía en su bolsillo.
Ahora sé quien soy yo, no soy Walter Kovacs, no; él es sólo una máscara, un disfraz para pasar desapercibido.
Yo soy Rorschach.




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martes, 29 de noviembre de 2016

Rorschach: Diario de Walter Kovacs (5)

La sangre que mancha estas manos antinaturales que son las mías pero no lo son, es mi sangre, pero también es la sangre de cientos de miles de personas. Aunque es mi sangre, no es la sangre de Walter Kovacs. No.

Pertenece a alguien más; a un símbolo. A Walter Kovacs nadie lo recordará, nadie lo llorará en su funeral, pero a este hombre convertido en símbolo, en leyenda, a él sí. Él puede llegar a representar algo para generaciones venideras.

Percibo una advertencia. Una voz que intenta disuadirme, hacer que cambie el rumbo que mi vida está tomando. No lo haré. Negar mi destino es inútil, además de imposible.

Y despierto, salgo de la ensoñación.

Llevo 3 horas esperando desde mi auto, una maldita nevera con ruedas, viendo cómo los 3 chicos alcoholizan lenta pero paulatinamente a las chicas. Andrea Hazlett y una porrista.

Sólo hay un posible desenlace para el escenario que estoy presenciando.

Pero los sentimientos en mi pecho, los pensamientos en mi cabeza son extraños. No los reconozco. Por un lado una pequeña parte de mí desearía hacer lo que ellos tienen planeado para con ellas. Pero pasa ese instante y el pensamiento queda olvidado, sepultado. Pero... ¿haría lo mismo que ellos en su lugar? Un escalofrío recorre mi espalda, llevando consigo la gélida respuesta.

Entonces comienza todo. Me coloco el pasamontañas blanco, garabateado con rotulador negro, sobre la cabeza y salgo al frío aire otoñal.



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viernes, 18 de noviembre de 2016

Rorschach: Diario de Walter Kovacs (4)

Septiembre 15 1956:

Miro las palmas de mis manos extendidas frente a mí. Están manchadas de sangre. Sólo que no son mis manos. Estas manos tienen un brillo antinatural, artificial, un brillo azulado. Pero la sangre que la cubre sí que es mía.

Entonces salgo de la ensoñación. Por lo general es una pesadilla de la que despierto empapado en sudor. Pero no esta tarde, esta vez fue distinto, fue como un recuerdo, una visión que se colara de pronto en mi mente, mientras espiaba afuera de la casa de Ella, sentado en el desvencijado asiento del piloto de aquella maldita carcacha.

¿Por qué estoy aquí? ¿Qué espero conseguir aprendiendo sus horarios? ¿Por qué vigilo atentamente y por qué mierda poseo esta maldita paciencia casi estoica? Intento no pensar en las respuestas, me aterra conocerlas. Así que simplemente ignoro las preguntas.





 El mariscal de campo y sus amigos llegan por Andrea Hazlett a las 6.58. Van a una fiesta. Me debato entre si seguirlos o tomar otro camino, el de la ignorancia. Regresar a la tranquilidad y comodidad de mi hogar. El dilema dura poco. En cuanto el Ford Fairlane se pone en marcha, mi cerebro también entra en estado de alerta. Seguirlos es fácil. Recorren los suburbios a velocidad moderada y es fácil seguir el rastro del sonoro Ford. Pero de pronto toman un giro inesperado. Giran en una esquina en la que no deberían haber girado y salen de los suburbios. No van a la fiesta.

Llegan al inicio del bosque y toman una desviación que los adentra en él. Espero a que se alejen, pero antes de que lo hagan demasiado, el coche se detiene. No hay necesidad de que yo me adentré en el camino de grava que se introduce en el bosque. Así que espero.

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sábado, 12 de noviembre de 2016

Zombie (2)

Un zombie es como una versión mejorada de ti. Una versión implacable de ti. Sin miedo, sin cansancio, sin dolor. No siente hambre, el sueño jamás torna pesados sus párpados, el hambre nunca fastidiará su estómago.

El edificio gigante de apartamentos a donde habían llegado Aaron y su hermano menor Isaac, permanecía a oscuras, únicamente resguardado de las tinieblas más profundas debido al resplandor mortecino de color índigo de las luces de emergencia.

Caminaban sigilosamente por un pasillo largo -un pasillo que parecía sacado directo de las pesadillas de algún maniático encerrado en un manicomio-, el terror guiaba sus pies convirtiéndolos en centinelas silenciosos que se movían con cadencia y precisión.






Los zombies hacían que te cagaras de miedo, eran terroríficos, pero lo que los vivos podían hacerse unos a otros, lo que él y su hermano habían hecho, era terriblemente peor. Los muertos se limitaban a matarte, a arrancarte pedazos de carne mientras gritabas y te convulsionabas gritando por ayuda, pero una vez morías, la pesadilla terminaba. Mataban por instinto, por que era lo único que sabían hacer.

En cuarentena se habían encontrado con una mujer que su hermano Isaac odiaba, la detestaba de la manera más cruel en que un hombre puede odiar a una mujer, un odio que sólo puede nacer del rechazo, de la vergüenza de ser repudiado en público por la mujer a quien has amado en secreto durante años. Isaac se limitaba a mirarla de soslayo, una y otra vez, incesantemente durante las horas que pasaron encerrados. Y Aaron se percataba de ello.

Pero entonces, cuando el ejército abandonó la zona, cuando abandonaron a los civiles de la cuarentena a su suerte, entonces fue cuando se desató el infierno. Más de cien personas atrapadas en el gimnasio de una escuela pública. Isaac y media docena de hombres más se hicieron con algunas de las armas abandonadas por el ejército. Y entonces hubo violaciones.

Las violaciones desencadenaron en asesinatos. y los asesinatos en suicidios. Isaac fue el instigador de esto, llevo a la mujer a una esquina, apuntalándola con el rifle semi-automático y la poseyó ahí mismo, sobre el frío suelo de duela del gimnasio. Aaron intentó disuadirlo, pero nunca había sido un hombre bueno. La lujuria siempre había dominado por sobre su carácter, Y cuando vio a la mujer desnuda, vulnerable y resignada a ser poseída por él,  una vez su hermano hubo terminado, la lujuria se apoderó de él y él también se volvió parte de los victimarios en ese pequeño infierno. La poseyó mientras su hermano miraba fijamente y con macabra fascinación en los ojos.

Y ahora, ahora caminaban por ese pasillo decadente,iluminado por el rojo color sangre de las luces de emergencia y Aaron no podía alejar de sus pensamientos los actos terroríficos que había cometido. Si los zombies cayeran sobre él y lo despedazaran lentamente, no le importaría, sería un castigo más que merecido, y al menos así , con la muerte, dejaría de ver a la mujer agonizante bajo él, dejaría de escuchar sus débiles gemidos de dolor, en cámara lenta y en repetición una y otra vez dentro de su cabeza. Al menos con la muerte, llegaría también la paz mental.

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Zombie (3)

Capítulos anteriores:

Zombie

Soy el Dios Rampante.


Yo soy el Dios Rampante, aquel que no se detiene ante nada ni por nadie. Soy aquel sentado en el trono de piedra viendo cómo ustedes, simples mortales, seres frágiles de carne y sangre
libran sus guerras interminables, una tras otra, una tras otra, desde antes que documentaran por escrito su historia.


Los observo y veo debilidad, miro a seres patéticos que rezan a dioses que jamás los escucharán, dioses vacuos representados en estatuillas de piedra, en efigies de mármol, en altares ostentosos.
Soy aquel que se alimenta de la sangre, vive en las sombras y susurra palabras de lujuria al oído de los hombres llamados  a ser héroes; mi voz los pervierte, los seduce, los transforma en violadores, en asesinos, en villanos.