El mariscal de campo ha volteado a Andrea Hazlett contra el capó del auto y con movimientos bruscos le baja las bragas hasta los tobillos y sube el vestido por encima de la cintura. La chica se retuerce y gime, pero no forcejea en realidad; no es totalmente consciente de lo que está ocurriendo.
Cometí el mismo error que la mayoría de los hombres; pensé que por que una mujer era bonita, entonces debía de ser buena.
Por un momento me debato ante la idea de dejar que la chica afronte las consecuencias de sus decisiones, que sea violada por aquellas malas compañías que ella misma ha elegido. El instante pasa.
-Apártense de ella -me oigo decir con una voz ominosa, ceremonial, una voz que aunque surge de mi garganta, me resulta ajena, desconocida.
-Ey, mira a ese maldito payaso, viene hasta disfrazado -le dice uno de los chicos al mariscal en cuanto me ve. Es el más robusto de los tres.
En ese momento me percato de lo ridículo que debo verme con ese pasamontañas blanco como la nieve lleno de rayones y manchas hechos con un marcador indeleble negro. No importa.
-Les dije que vendría -dice el mariscal, separándose del cuerpo semidesnudo de la chica Hazlett.
El tercer chico saca un bate de baseball del asiento trasero, y puedo oír a la otra chica, la porrista, que se retuerce y gime entre sueños. El mariscal de campo saca una navaja de su bolsillo y pulsa el cierre para que la hoja florezca desde dentro del mango. El otro chico truena el cuello y los nudillos de cada mano. Tres contra uno. Bien.
-Vamos a deshacer a este maldito.
-Quiero ver que lo intenten -es mi fría respuesta.
Me acerco corriendo hasta ellos, y los puños comienzan a volar. Le rompo la nariz al gordo y la sangre le salpica los ojos, segándolo, pero el del bate, abanica y me alcanza a dar en el hombro.
Tengo que aguantar ese golpe si quiero desarmar al mariscal. Lanza un embestida torpe con la navaja hacía mí.Hago un movimiento rápido de desarme, y aprovecho para fracturarle todos los dedos, excepto el pulgar, de la mano derecha. Siento un batazo más en la espalda y caigo de rodillas en el suelo de grava. El sabor metálico de la sangre llena mi boca. El mariscal se retuerce de dolor a mi lado. Escucho el silbido del bate y giro, esquivando el golpe por centímetros. Una mano se cierra sobre mi cabeza, intentando arrancar el pasamontañas, dejando parte de mi rostro descubierto. Es hora de terminar con esto. Me pongo en pie, esquivo una vez más el bate, gracias a la práctica obtenida después de interminables sesiones en el ring esquivando jabs y derechazos imaginarios, y comienzo a golpear. Mis puños se hunden en la blanda carne y la sangre inunda mis ojos. Cuando el tipo del bate ha quedado knock out, regreso a donde está el mariscal y comienzo a golpear, cuando he terminado con él, mi respiración es dificultosa y entrecortada. El tipo gordo, el de la nariz rota me observa. Pero hay tanto miedo en su mirada que comprendo al instante que ya no es un amenaza para mí. El sujeto sale corriendo.
El pasamontañas está parcialmente roto y deja al descubierto la mitad derecha de mi rostro, cabello de zanahoria incluido.
-Yo, yo te conozco.. -la voz es la de Andrea Hazlett. Por primera vez en la vida escucho su voz sin ese tono burlón ni ese tono de superioridad con el que ha hablado las pocas veces en que hemos cruzado palabra.
-Te equivocas -es mi pronta respuesta- jamás nos hemos visto.
-Pero tú eres...
-No sé quien creas que sea yo, niña, pero no soy nadie.
Doy media vuelta y me largo de ahí.
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Mi destino es matar; pero no a patéticos violadores de 17 años como estos, no; estoy destinado a enfrentarme a sádicos asesinos, lobos psicópatas disfrazados en piel de cordero, y gángsters con la policía en su bolsillo.
Ahora sé quien soy yo, no soy Walter Kovacs, no; él es sólo una máscara, un disfraz para pasar desapercibido.
Yo soy Rorschach.
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