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jueves, 13 de febrero de 2020

Ciudad Violenta: La Pesadilla Comenzó

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7

Espeluznante. Realmente no se le podía ocurrir otro adjetivo para describir lo que aquella niña le acababa de contar. Las torturas que había pasado, el tormento, los días en cautiverio. Simplemente era demasiado. Nadine no podía procesarlo.
Su cuerpo le dolía más de lo que jamás hubiera creído posible. La cara de la niña (se llamaba Andrea Ledesma) había adoptado una máscara perpetua de resignación. Pero ahora había algo más, había esperanza. Pero no esperanza de ser salvada, sino de otro tipo.

–Sabes –le había dicho hace unas horas –al menos ahora podré ser libre –dijo con un brillo melancólico en los ojos.

–¿A qué te refieres, pequeña? –preguntó Nadine, intentando imprimirle a su voz una seguridad que no sentía, intentando sonar lo más comprensiva posible.

–Él nunca conserva a dos chicas juntas durante mucho tiempo.


Nadine guardó silencio, intentando asimilar las palabras cargadas de significado que aquella niña acababa de soltar. Aunque tenía sólo catorce años, todo el dolor sufrido, todas las penurias, le habían dado una especie de sabiduría, de conciencia acerca de la vida, el tipo de sabiduría que sólo conoce una mujer vieja que ha vivido demasiado, que ha visto pasar guerras, morir a sus conocidos, una mujer que conoce el dolor de primera mano. La chica prosiguió:

–Así fue cuando llegué y así me lo explicó la chica que estuvo antes de mí.

–Mierda, eso es horrible –soltó Nadine, incapaz de contener su angustia.

–No lo es tanto, al menos ya no lo veo así.

–Por dios santo, pequeña, ¿qué estás diciendo?

–A mi forma de ver, la muerte es una liberación. Con la muerte llegará el final a todo este tormento –dijo con voz y mirada serenas.

Nadine no supo qué responder. Un silencio cargado de significado y pesar quedó flotando entre ellas. En esa maldita habitación era todo lo que se escuchaba aparte de sus voces; un maldito silencio opresivo que te volvía loca.

Después habían roto el silencio sólo esporádicamente y sólo cuando Nadine le hacía alguna pregunta, pero la niña se limitaba a contestar con monosílabos, como si todo lo que tuviera que decir, ya hubiera sido dicho.

Así que ahí estaban. Dos mujeres atadas de pies y manos, desnudas, indefensas ante las atrocidades que un psicópata les tuviera reservadas.

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La niña no gritó, no lloró, no hizo ningún amago de intentar liberarse. Había aceptado su destino de manera cabal.

–Espero que se hayan puesto al día, señoritas –dijo el hombre después de cerrar tras de sí la puerta de metal.

El hombre llevaba puesto un largo y blanco delantal de carnicero, lo que lo hacía parecer todavía más a uno de esos personajes desquiciados de la película Hostal.

Nadine había gritado por ayuda con toda la fuerza de sus pulmones mientras la puerta estuvo abierta. La niña ya le había advertido que de nada serviría eso (el psicópata ya les había dicho a las demás chicas que fuera de esa habitación herméticamente sellada, todos los vidrios de su casa eran anti-huracanes, más gruesos que una ventana normal y por ende, ningún sonido escapaba a través de ellos), pero aun así valía la pena intentarlo. El maldito ni se inmutó cuando ella casi se desgañitó la garganta pidiendo ayuda.

–Tienes una lengua muy filosa –le dijo a Nadine –y no estoy seguro de si eso me gusta del todo –terminó, con una expresión pensativa en el rostro –. No, no me gusta –decidió.

Así que sacó la bola de masoquista de su bolsillo, la tomó por la correa e intentó ponérsela en la boca a Nadine. Pero ella no lo permitiría, no estaba dispuesta a hacerlo. Cerró la boca, apretando labios y dientes como si la vida se le fuera en ello. El psicópata presionó la bola roja contra los labios de Nadine, pero estos no cedieron un solo milímetro. Entonces el hombre se inclinó, y sin dejar de sujetar la pelota contra la boca de Nadine con una mano, usó la otra para agarrarla por un tobillo y jalarlo hacia adentro, llevándolo más cerca de la espalda. El dolor que le provocó el movimiento repentino de un músculo que ya se había adormecido por completo debido a la inmovilidad en que llevaba desde hace horas, la hizo proferir un agudo grito de dolor. Grito que ese maldito bastardo aprovechó para introducir la bola eficientemente en la boca de Nadine. Soltó el tobillo, tomó la correa por ambos lados y la ató por detrás de la nuca de la mujer.


–Así está mejor –sentenció.

            Se separó de Nadine y fue hasta Andrea. Se quedó parado junto a ella, con un puño en la boca y la otra mano sosteniendo el codo, en la expresión pensativa clásica del David de Miguel Ángel.

            –Parece que nuestro tiempo juntos ha llegado a su fin –dijo por fin.

            Ella se limitó a seguir viendo hacia el frente, hacia la nada. Una mirada vacua, carente de cualquier brillo era lo único que anidaba en sus ojos. El psicópata se la llevó fuera, arrastrando la mesa en que estaba la niña. Las rueditas de la mesa rechinaron al hacer fricción contra el suelo. Ella ni siquiera volteó a ver a Nadine.

            Nadine por su parte forcejeaba contra sus cadenas, gemía de enojo, las venas en su cuello resaltaban contra la piel y sus ojos casi podrían lanzar dentelladas de fuego.

            Pasaron a través del umbral de la puerta, tras lo cual, el psicópata quiso cerrar la puerta, pero la dejó entreabierta. Entonces Nadine escuchó la respiración entrecortada del hombre (un sonido de excitación sexual), un grito de euforia de la misma garganta y después un sonido húmedo y metálico. Como el de un carnicero rebanando grandes trozos de carne. Después, silencio.

            La puerta se volvió a abrir y el hombre entró. El delantal blanco de carnicero que colgaba del cuello del psicópata, estaba ahora manchado casi en su totalidad por el rojo de la sangre. La sangre de la niña que hasta hace sólo un minuto había sido la única compañera de Nadine dentro de ese infierno.

El hombre volteó hacia ella, sonrió y la pesadilla comenzó.

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