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martes, 9 de julio de 2019

Aliento de Dragón: Fugitivos



Alessa Breton huía a través del Bosque Oscuro. Ella, junto con su hermano y sus padres, corrían por sus vidas.

La luz del sol desaparecía casi por completo encima del denso follaje creado por las ramas de los árboles que se entrecruzaban en las alturas.

La capa azul de Alessa ondeaba tras ella, y la capucha de ésta permanecía firmemente sujeta alrededor de su cabeza, siguiendo la instrucción de su padre para ocultar el rostro. El cabello rubio se le agitaba incómodamente frente a la cara, molestándole la visión por momentos. Pero ella no dejaba de correr.



Junto a ella iba su hermano Joah, y al otro lado, sus padres. Su madre iba vestida igual que ella, con un vestido sencillo, pero su capa era verde. Su padre llevaba una camisa sencilla y unos pantalones de cuero, tenía una espada oxidada colgada al cinto, la cual había alcanzado a robar antes de que tuvieran que salir huyendo de la ciudad. Joah llevaba un arco colgado del hombro, así como un gastado carcaj de cuero, cargado con cuatro flechas gastadas.

Llevaban horas sin hablar, sólo corriendo. Sintiendo, o imaginando, las respiraciones de sus captores pegadas a la nuca. Escuchando sus pisadas en cada ruido provocado por un animal, sus gritos en cada soplo del viento.

Primero habían corrido a través del Camino Real, aquel que invariablemente llevaba a la ciudad y unía a ésta con las demás. Pero al poco tiempo, se habían adentrado en senderos menos transitados del bosque.

Su padre paró en seco. Alessa lo agradeció profundamente y se detuvo, respirando pesadamente a través de la boca. Se inclinó y recargó las manos en las rodillas, intentando componerse. Su hermano Joah, quien era dos años mayor que ella, él tenía quince, se detuvo junto a ella, con un ademán protector. Todos en la familia sabían que corrían por sus vidas debido a Alessa. Era ella a quien querían. Pero no se lo echaban en cara. Al contrario, todos habían decidido huir para protegerla.

-¿Qué haremos ahora, padre? -comenzó Joah.

-No gasten..., palabras...-fue la entrecortada respuesta de su padre -, recuperen energía.

Se encontraban en una parte elevada del sendero. A los lados, había unas pendientes de dos o tres metros en donde las piedras, las raíces y los troncos caídos se confundían en una maraña confusa.

Descansaron durante un minuto, quizá menos, cuando de pronto, el sonido amenazante de los cascos de unos imponentes caballos de guerra llegó hasta ellos arrastrado por el viento.

-Deprisa, hay que escondernos -los apuró su padre.

Los guió al borde del camino y los hizo bajar la pendiente. Alessa trastabilló, y sus pies se deslizaron sin su consentimiento, cuando resbalaron con la tierra suelta. Cuando llegaron a la parte baja, el sendero quedaba a la altura de los ojos de su padre. Sería un buen escondite.

-Por aquí -susurró su hermano, había visto una hendidura en el suelo, detrás de una piedra, formada por las raíces de un árbol que sobresalían del suelo.

Los cuatro pegaron las espaldas contra la roca, se sentaron y se juntaron lo más posible unos con otros. El sonido de los caballos aproximándose era cada vez más fuerte. Alessa se llevó las manos a la boca, no quería que ningún sonido saliera de sus labios, ni siquiera el de su respiración.

Los caballos avanzaban a un trote constante, pero cuando llegaron a la altura donde se encontraban Alessa y su familia, aminoraron la velocidad.

-¿Qué pasa? -preguntó una voz grave, parecía tener una cualidad omnipotente.

-No están muy lejos de aquí, Reed -contestó una segunda voz. Era ponzoñosa y aduladora, tenía las cualidades del seseo de la serpiente.

Entonces se escuchó cómo los dos hombres desmontaban.

-Ivanko y yo buscaremos aquí -ordenó aquel a quien habían llamado Reed -, Winsord, tú retrocede en el camino para que evites cualquier posible huida de la familia.

-De acuerdo -contestó el tal Winsord, y se escuchó cómo su caballo echaba a andar.

Alessa sudaba copiosamente. La piel del rostro de su padre estaba contraída por la tensión. Su madre estaba al borde del llanto. Joah lucía aterrorizado, pero su valentía lo mantenía concentrado.

Los hombres permanecieron en silencio unos instantes, hasta que la voz filosa de Ivanko lo cortó cual cuchillo.

-Están por allá, Reed.

-¿Seguro?

-El amuleto nunca miente Reed, está encantado por el mismísimo Sirius. Me atrevería a decir que es casi infalible. Ya sabes lo obsesionado que es ese hombre cuando se trata de un hechizo.

Los pasos se acercaron. El padre de Alessa volteó a verla. Un amor infinito se dibujaba en los ojos de tal manera, que ni el miedo a la inminente presencia de los hombres podía socavarlo.

>>Te amo<< el papá de Alessa dibujó las palabras con los labios.

Una lágrima se deslizó por la mejilla de su madre. Abrazó a Alessa y hundió la cara en su cabello.

-¡Sabemos que están aquí! -anunció Reed con su voz omnipotente -.Salgan ya.

El padre de Alessa se puso en pie y quedó al descubierto, a la vista de esos dos hombres.

-Entréganos a la chica y todos podrán regresar tranquilamente a su hogar.

-Saben que eso no es posible -gritó su padre. En su voz no había una sola pizca de miedo. Giró hacia su familia y les susurró: -Corran, aléjense lo más posible.

Alessa, Joah y su madre se pusieron en pie y se dispusieron a obedecer a su padre, como tantas otras veces habían hecho. Los hombres no hicieron nada por impedírselos.

Cuando Alessa los vio, quedó extrañada. Ambos hombres vestían sendas armaduras de cuerpo entero, y completamente negras. Eran un tipo de armaduras que ella nunca había visto y alguna vez su padre les había contado a ella y a Joah que las habían dejado de usar hace más de cien años, debido a que eran demasiado pesadas, y el hombre que la portaba se volvía extremadamente lento, además de que no podía caminar con facilidad, ni podía quitársela por sí mismo y requería ayuda para montar a su caballo. La cota de malla, como la que usaban los guardias de la ciudad actualmente, había pasado a reemplazarlas de una manera efectiva. Pero en los relatos, las armaduras siempre eran grises o plateadas, dependiendo qué tan gastado o pulido estuviera el metal. Alessa nunca había escuchado de armaduras negras.

Los dos hombres de negro, llevaban largas capas rojas que ondeaban suavemente tras de ellos, impulsadas por la suave brisa del bosque. Llevaban los rostros ocultos bajo dos yelmos, igualmente negros, con las viseras bajadas. Pero a través de las rendijas de éstas, se alcanzaba a ver el detalle más terrorífico de ambos hombres: el destello de dos ojos rojos en medio de la oscuridad que brillaban como la luna en una noche de eclipse.

El padre de Alessa desenfundó la espada y se puso en actitud de combate, preparándose para defender a su familia.

-No tiene caso enfrentarse a nosotros -dijo el hombre de la voz grave, ahora Alessa sabía que ese era Reed. A diferencia del otro hombre, portaba un penacho, rojo como la sangre, encima del yelmo, el cual contrastaba de manera espléndida con su armadura. Probablemente era el distintivo que lo reconocía como el líder de ese grupo.

Alessa y su madre dieron media vuelta, con la intención de echarse a correr e internarse en la espesura del bosque. Pero Joah no. Él permaneció impasible, parado en el mismo lugar.

-No puedo abandonar a padre -fue su única explicación. Sacó su arco, y se colocó juntó a su padre. Ahora Alessa veía a su hermano no como el niño con quien solía jugar, sino como un hombre dispuesto a defenderla costara lo que costara. Ambos hombres, su padre y su hermano, eran la valentía personificada.

Alessa sintió un vacío en su pecho, y un nudo le atenazó la garganta, al tiempo que una fría y oscura premonición se apoderaba de ella. 


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Siguiente Capítulo:

Capítulos anteriores:

Magos y Plebeyos

La Guardia Draconiana (3)

La Guardia Draconiana (2)

La Guardia Draconiana

Prólogo

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