miércoles, 10 de julio de 2019

Aliento de Dragón: Fugitivos (2)



Alessa Breton quiso echar a correr pero sus piernas no le respondieron.

Estaba alejada de su padre, a unos pasos de poder internarse en el bosque. Su hermano Joah sacó una flecha del carcaj y la puso en el arco. Tensó la cuerda de este.

-Déjenos en paz -dijo el muchacho.

-Sólo la queremos a ella -dijo el caballero de la armadura negra al tiempo que lanzaba un elocuente giro de cabeza hacia Alessa.



La madre de la chica se interpuso entre la mirada lanzada por esos dos ojos rojos desde las profundidades del yelmo y su hija. Alessa temblaba de miedo y ninguna de las dos mujeres se atrevía a echar a correr.

Alessa se fijó en que el hombre con la voz aduladora, el que estaba a las órdenes de Reed, tenía una alabarda enorme, la cual cargaba con la misma facilidad que si de una pluma ligera se tratase. 

El otro hombre, al que llamaban Reed, desenfundó un enorme mandoble de hoja plana y doble filo, mientras daba un paso en dirección al padre de Alessa. Frente a esa enorme y reluciente espada, la de su padre, oxidada y sin filo, no hacía sino palidecer y parecer una fina aguja empuñada por un ratón. El hombre, que era más alto que su padre, sostenía la larga y pesada espada con una sola mano. Alessa nunca había visto nada igual. En las justas que a veces había en la feria del pueblo, hasta el hombre más fornido tenía que sujetar una espada de esas con ambas manos para batirse en duelo de exhibición.

-Ve por ellas -ordenó Reed, el líder de los caballeros de negro.

El otro hombre, el de la alabarda comenzó a caminar hacia ellas con una agilidad que resultaba desconcertante para alguien que cargaba todo el peso de esa armadura. Era como si ni siquiera notara que la llevaba encima.

-¡Corran! -gritó su padre.



La flecha salió disparada del arco de Joah con un sonoro chasquido cuando la cuerda se destensó y voló durante un segundo hacia el yelmo del caballero. El instante pareció durar una eternidad. La flecha se coló entre las rendijas del visor y se quedó clavada a la altura de los ojos. Todos contuvieron la respiración. ¡Joah había acertado! ¡Le había clavado una flecha en la cara a ese tal Reed! Quizá ahora sería un poco más sencillo escapar del otro hombre.

Pero el caballero de negro no cayó al suelo. Ni siquiera se inmutó ante el embiste de la flecha. Llevó una mano al rostro, tomó la flecha, y con un fuerte jalón, la desprendió. No brotó ni una sola gota de sangre. Con la misma mano que sostenía la flecha, la rompió.

El alma se le cayó a los pies a Joah. Su padre sintió un miedo profundo que se vio reflejado en su rostro, y Alessa finalmente regresó a la realidad y echó a correr. Su madre se quedó ahí parada, mientras que el hombre de la alabarda caminaba tranquilamente hacia ella. Alessa giró la cabeza para ver qué estaba pasando, justo antes de internarse en la parte más espesa del bosque. Rezaba por que el resto de su familia también hubiera echado a correr. Pero cuando sus ojos se detuvieron ante la escena que se desarrollaba frente a ellos, sus piernas se detuvieron en seco y sintió ganas de vomitar. Incluso el cansancio abandonó su cuerpo.

El hombre de la alabarda tomó ésta con una sola mano, y con la otra sacó un puñal de algún quicio en la armadura. La madre de Alessa intentó empujarlo infructuosamente, y éste, sin inmutarse ni decir nada, clavó el puñal en el vientre de la mujer. Sacó el arma, se la guardó con calma y empujó a la mujer a un lado, como si en vez de una persona, fuera un molesto tronco que se interponía en su camino. La madre de Alessa cayó al suelo, mientras se desangraba agónicamente. Las hojas caídas de los árboles, esparcidas en el suelo alrededor de ella, comenzaron a teñirse de rojo.

Un poco más allá, vio a su padre, que estaba de espaldas a ella, procurando defender la huida de su hija. Lo siguiente que Alessa vio fue cómo las espadas chocaban en medio del clamor del acero, la de su padre se rompía por la mitad ,y acto seguido, la espada entera de Reed salía por la espalda de su padre, completamente llena de sangre tras atravesar al hombre. Reed la sacó fácilmente y su padre cayó al suelo, muerto mucho antes de que sus dientes se estrellaran contra éste.

Su hermano disparó las flechas restantes, pero cada una de ellas no hizo sino rebotar en la implacable armadura de Reed. El hombre se acercó hasta el chico, y repitió la acción de clavarle el mandoble en el vientre. El muchacho cayó mucho más rápido al suelo, y murió de manera valiente junto a su padre. 

El miedo dotó de alas los pies de Alessa. Se internó entre los troncos pegados unos a otros, las ramas, piedras y arbustos y comenzó a correr como si tuviera al diablo pisándole los talones, respirándole en la espalda con su aliento olor a azufre. Y en cierta manera, así era. 

Dejó que sus pies la llevaran hacia el interior del bosque, y no volvió a mirar hacia atrás ni una sola vez. Las lágrimas comenzaron a brotar desaforadas mientras corría por su vida, mientras huía de los asesinos de su familia.

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Siguiente capítulo

Fugitivos (3)

Capítulos anteriores:


Magos y Plebeyos

La Guardia Draconiana (3)

La Guardia Draconiana (2)

La Guardia Draconiana

Prólogo

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