La evolución no se detuvo con la telequinesia, no.
Piroquinesia, telepatía, electroquinesia, invasores de mente, y otras cosas tan llamativas como devastadoras.
La fría noche, plagada de estrellas de mal agüero, en que llegaron a casa de John Lucen, él sabía que los matarían. No había nada que su incipiente telequinesis pudiera hacer en contra de sus atacantes.
Uno de ellos era un sujeto que había servido junto a Lucen en el ejército, Scott Irving, un sociópata que se había alistado sólo para tener una manera legal de matar. Después de que la plaga se hubiera extendido, despertando poderes en un pequeño porcentaje de la población, él había desarrollado una potente piroquinesia que no había tardado en entrenar hasta llegar a convertirla en un arma más que letal.
Todo el tiempo brotaban llamas naranjas de sus manos, las cuales danzaban alegremente, con una vitalidad espeluznante, y ni siquiera le importaba el daño que le causaban a su piel, la cual parecía bañada en pintura de color rojo sangre.
-¡Corre!- gritó con la desesperación clavada en la voz como hierro caliente.
Eso fue lo último que le dijo a su esposa.
El tipo que acompañaba a Irving, un invasor, entró a su mente tras dejarlo inconsciente y borró cualquier memoria que Lucen pudiera tener sobre su familia, su esposa e hijo desaparecieron para siempre de sus recuerdos, dejándolo sumido en una total negrura, en el olvido, en el frío y negro abismo de la soledad. Mientras, Irving arrasó su casa con llamas infinitas que se esparcieron como dedos anhelantes, buscando presas, cosas que devorar para seguirse esparciendo, para crecer más y más, como si poseyeran vida propia y tuvieran hambre.
La Organización incriminó a Lucen del asesinato de su familia, y sin memoria, no tuvo argumento alguno válido para defenderse, más allá de la demencia. Así que el estado se limitó a encerrarlo.
Jamás recordaría de nuevo a su familia. Pero siempre existiría un oscuro pedazo de su ser, resguardado en su interior, oculto incluso para él mismo, donde sabría que alguna vez había sido feliz.
Ahora, quedaba poco menos que un cascarón vacío, carente de emociones, donde una vez había estado su corazón. Y justo así era como La Organización quería que fuera.
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martes, 29 de enero de 2013
lunes, 21 de enero de 2013
Vanity.
Hace tiempo que había dejado de considerar a ninguna chica demasiado atractiva para él. Ahora, sentía que todas estaban a su alcance, no tenía más que hacer un leve esfuerzo, casi tan insignificante como señalar con el dedo y cualquier mujer caería rendida ante él.
Esta confianza en sí mismo no había surgido de la nada ni de un día para otro. No, había sido labrada a base de horas de esfuerzo y sudor en el gimnasio y de nudillos lacerados por golpear con ira el saco de box, cimentada en la profunda convicción de que era superior al resto de los mortales. Una convicción que surgió en el momento en que le pagaron su guión en una cifra de siete números, y en dólares.
Un día, al mes de haber concluido su guión, un texto realmente incipiente en el cual su fe no iba más allá de la débil esperanza montada en la tenue ilusión de que alguien encontraría en sus palabras plasmadas sobre el papel, un talento del cual ni él mismo era consciente.
Y así fue, en la modesta agencia literaria a la que lo llevó, tardaron varios meses en leer su manuscrito, por supuesto, pero cuando uno de los agentes finalmente lo hizo, no tardó en llamarlo y decirle que ese guión, ese pedazo de hojas y tinta, era una mina de oro, que podría ser llevado a la pantalla incluso en Hollywood. El agente fue hasta su casa y él firmó un contrato, el cual le concedía el 10 % de todos los beneficios que esa pequeña agencia obtuviera a partir del guión que había escrito encerrado en su diminuta habitación, mientras trataba de evitar pensar en aquella chica que le había roto el corazón de manera tan despreciable.
Así que tras alcanzar el éxito y la fama, algo con lo que el resto de personas sólo puede soñar, había cambiado. Se había vuelto frío, reservado y jugaba con los sentimientos de aquellos que lo rodeaban. No había sido necesario crear una barrera alrededor de su corazón, no, ya que no quedaba nada que proteger, se había limitado a vaciarlo de cualquier sentimiento o emoción que hubiera habitado dentro de él anteriormente.
Esta confianza en sí mismo no había surgido de la nada ni de un día para otro. No, había sido labrada a base de horas de esfuerzo y sudor en el gimnasio y de nudillos lacerados por golpear con ira el saco de box, cimentada en la profunda convicción de que era superior al resto de los mortales. Una convicción que surgió en el momento en que le pagaron su guión en una cifra de siete números, y en dólares.
Un día, al mes de haber concluido su guión, un texto realmente incipiente en el cual su fe no iba más allá de la débil esperanza montada en la tenue ilusión de que alguien encontraría en sus palabras plasmadas sobre el papel, un talento del cual ni él mismo era consciente.
Y así fue, en la modesta agencia literaria a la que lo llevó, tardaron varios meses en leer su manuscrito, por supuesto, pero cuando uno de los agentes finalmente lo hizo, no tardó en llamarlo y decirle que ese guión, ese pedazo de hojas y tinta, era una mina de oro, que podría ser llevado a la pantalla incluso en Hollywood. El agente fue hasta su casa y él firmó un contrato, el cual le concedía el 10 % de todos los beneficios que esa pequeña agencia obtuviera a partir del guión que había escrito encerrado en su diminuta habitación, mientras trataba de evitar pensar en aquella chica que le había roto el corazón de manera tan despreciable.
Así que tras alcanzar el éxito y la fama, algo con lo que el resto de personas sólo puede soñar, había cambiado. Se había vuelto frío, reservado y jugaba con los sentimientos de aquellos que lo rodeaban. No había sido necesario crear una barrera alrededor de su corazón, no, ya que no quedaba nada que proteger, se había limitado a vaciarlo de cualquier sentimiento o emoción que hubiera habitado dentro de él anteriormente.
viernes, 11 de enero de 2013
Mi alma murió.
Los gritos de dolor y agonía incesantes eran el único sonido que había escuchado en los milenios que llevaba ahí; un círculo central, sólo para él, rodeado por otros ocho, cada uno más grande que el anterior, donde eran castigadas las almas de los mortales que ante los ojos del creador no eran lo suficientemente dignos para entrar al paraíso. La locura había avanzado inexorable, inevitable hasta su cabeza, y como una plaga, se había alojado simbioticamente en su alma, o lo que quedara de ella.
Ya no quedaba nada de lo que anteriormente fuera Lucifer, el idealismo y el arrojo que alguna vez lo caracterizaron, habían muerto ahora y para siempre, era como si el ser grotesco en que lo habían convertido hubiera matado con sus propios puños al ángel de piel nívea y ojos hechizantes que una vez fue para después enterrarlo en el centro de la Tierra, en un lugar del que no existe retorno.
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