El rojo de la ira ascendió de golpe a sus ojos, asomándose como el fuego devorador del dragón, a diferencia del lento y rítmico cosquilleo ascendente que antecede al orgasmo. La chica sintió cómo una lujuria agazapada ahora se desperezaba como el león que está a punto de brincar sobre su presa, se abría paso desde su bajo vientre, le rodeaba los labios de la vagina, implosionando en el clítoris y avanzando mediante espasmos eléctricos que le recorrían los muslos y descendían, haciendo que los músculos de sus pantorrillas se tensaran al ritmo eléctrico, paralizante y eufórico del orgasmo, desbordándose finalmente hasta en los dedos de los pies, los cuales se doblaban hasta el éxtasis, como si supieran que eran el último bastión del cuerpo antes que el placer se marchara y quisieran de esta manera impedirlo.
Entonces el hombre vio los ojos de la chica y antes de que su mente racional lo entendiera, antes de siquiera haber concretado una idea racional, su cuerpo tembló de miedo. Eso era quizá lo que la gente llamaba premoniciones, un impulso increíblemente poderoso, místico, inexplicable, algo que la mente no comprende pero que el cuerpo conoce sin saber cómo.
La chica era una bounty-hunter –una cazarecompensas –, y la recompensa por la captura de aquel sujeto, vivo o muerto, era más que jugosa. Durante todo el rato, su atención jamás se desvió, jamás se desenfocó, ni siquiera en el pletórico momento del éxtasis se permitió distraerse.
Tomó el cuchillo guardado bajo la almohada, y mientras el hombre que permanecía sobre ella aún sufría de los espasmos remanentes del orgasmo, se lo clavó en la yugular y le dio vuelta al mango. Un chorro de sangre le cubrió los senos convirtiendo el rosa de las aureolas en un color rojo tan denso que casi parecía negro.
Serena saboreó ese delicioso instante, desnuda y bañada en sangre, relamiéndose ante la perspectiva del dinero fácil que le esperaba cuando entregara el cadáver.