Uno pensaría que si vieras a alguien suicidarse frente a tus ojos, de alguna manera brutal, por ejemplo lanzándose de un puente, el tiempo correría más lento, a cámara lenta; es todo lo contrario, un acto de esa índole es algo rápido, brutal, sumario.
La escuela tiene pasillos que son una especie de puentes que atraviesan el edificio de un lado a otro conectando los salones de los pisos superiores, en este caso, el que nos interesa es el del sexto piso, el edificio tiene ocho. Un estudiante que pasa por ahí, coloca calmadamente su mochila en el suelo, se desabotona el último botón de su playera polo y se aparta el cabello castaño que le cae por la frente. Entonces empieza a gritar, como si anunciara algo. Nosotros no escuchamos las frases que dice, desde la planta baja donde nos encontramos, sólo alcanzamos a oír ruido saliendo de su garganta.
Lo que sucede a continuación es rápido como una exhalación. El chico se aferra con ambas manos al barandal, de la misma manera casual y desenvuelta en que lo haría un profesional del parkour, con la mínima diferencia de que el joven que contemplamos, no brinca de estructura en estructura; lo único que le aguarda a él es un vacío abismal repleto de cientos de miradas atónitas.
Antes de que podamos tan siquiera reaccionar, antes de que termines siquiera el bocado del sandwich que empezaste a masticar antes de que todo sucediera, el cuerpo cae pesadamente al suelo a escasos metros de nosotros, como una bolsa de patatas, piensas, aunque parezca absurda la comparación. El crujido es lo peor, ese sonido seco producido por el golpe sordo de los huesos al golpear el suelo y quebrarse. Un charco de sangre se extiende alrededor del muchacho, como una marea roja con las propiedades frías del metal.
Permaneces paralizado, con los ojos como platos, completamente inmóvil, atónito. Tragas finalmente el bocado de sandwich, y todo ha acabado.
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