domingo, 23 de noviembre de 2014

La noche más oscura.

        El primer párrafo habla sobre mí; primera y última vez que me concedo esta debilidad. El encono y la ira son el maestro titiritero que mueve los hilos de mis dedos para escribir lo que vendrá a continuación; para crear la tormenta que se avecina. No conozco la depresión; si alguna vez llegué a caer entre sus garras, la convertí en odio, es más fácil lidiar con él. El odio es productivo, puedes canalizar sus frías y oscuras garras y convertirlas en palabras llenas de una gélida belleza estética. La depresión es inservible, tiene un objetivo vano y carente de uso. Hasta aquí el primer acto.


        Una silueta avanza silenciosa por una calle donde hay intercaladas menos farolas de las que nos gustaría. Pero lo seguimos, avanzamos junto a él, invisibles, incapaces de participar en la acción que se desarrollará. Sabemos que es u hombre por la forma de su cuerpo; espalda ancha, hombros fuertes, cabizbajo. Lleva la capucha de la sudadera deportiva sobre el rostro, y desde nuestra posición no alcanzamos a verle la cara, envuelta como está por la penumbra de la noche rota a tramos por la luz amarillenta y mortecina de las farolas. Una mujer se acerca caminando en dirección opuesta al hombre que seguimos.

       Cuando está cerca de nosotros podemos ver que se trata de una niña recién convertida en mujer, tendrá a lo mucho 17 años. Sus ojos se cruzan con los de él, o eso intuimos al ver la sonrisa tímida que ella le arroja. Ahora podemos adivinar que nuestro protagonista no debe tener más de 30 años, de lo contrario una chica como ella no se habría fijado en él.

       Ojalá no le hubiera sonreído, ojalá ni siquiera lo hubiera visto, piensa con pesadumbre nuestro personaje principal. Mete las manos en los bolsillos frontales de la chamarra y siente entre los dedos el frío y reconfortante tacto del metal. Cuando ella ya está a diez pasos de donde se cruzaron sus miradas, él se voltea silenciosamente y comienza a caminar hacia ella. Hasta aquí el segundo acto.


          Ahora nos transportamos a un bosque, nunca hemos visto el infierno, pero si acaso existe debe ser muy parecido a lo que hay en los ojos de esa mujer esbelta, recargada contra un árbol, a un lado del camino, hincada y con cuatro flechas clavadas en la tierra frente a ella, mientras que en una mano sujeta un alto arco recargado en el suelo y con la otra mantiene en tensión la cuerda de éste con una flecha lista para ser lanzada. Notamos algo curioso, aparenta la misma edad que la chica de arriba, pero por su ropa podemos apreciar que nos encontramos en algún punto de la edad media. Y en esta época, las niñas maduraban antes, tenían que.

         En esta época las personas no son un número de serie en ningún sistema, por ello nadie lleva registro de las muertes; si lo hicieran, esta mujer sería considerada una asesina serial. Algo en su interior la impele a segar vidas, una oscura necesidad surgida de año tras año de abuso cometido por el hombre con quien se casó su madre, quien por cierto fue su primer víctima, su madre, la segunda, por haber hecho ojos ciegos a los crímenes de su esposo. Un grupo de viajeros nocturnos se acercan, la chica libera la flecha y esta recorre expedita la distancia que la separa del cráneo del primer hombre.

        El ojo del primer hombre desaparece, y en su lugar cobra forma una punta metálica de flecha. Antes que el resto se percate de lo que ocurre, nuestra protagonista toma cada una de las flechas y con destreza apunta y las lanza, todas aciertan en sus respectivos blancos. Recoge el carcaj que yace en el suelo a un lado de sus pies, se lo cuelga a la espalda y echa a andar hacia el pueblo. Fin del tercer acto.