martes, 24 de mayo de 2016

Terraformación

       El astronauta maldice con un grito que absolutamente nadie puede escuchar. Isaac Morgan se lleva una mano al costado, al vientre justo por debajo de donde tiene la cicatriz de cuando le extirparon el apéndice a los ocho años.

      El planeta Alpha Corvus cuenta al día de hoy con una población total de 16 personas. Personas que odian cada segundo que pasan en ese maldito planeta rojo del triple de tamaño que la Tierra. Isaac cae de rodillas en medio de la plataforma gigante similar a una explanada donde esté a punto de darse algún concierto, uno muy malo debido a la baja asistencia, piensa con ironía. Uno de esos malditos bichos ha logrado atravesar la barrera electromagnética que rodea a la plataforma, y la cual en teoría debería freír sus cerebros, o lo que sea que tuvieran, en cuanto intentaran cruzarla.

       Pero ese bastardo la atravesó sin morir y usó su ultimo respiro para clavar una aguja fría y afilada como bisturí en el estomago de Isaac.

       En realidad el planeta no era rojo, pero el sol sí que lo era, un sol con fecha de expiración. Y hacía que todo luciera rojo. A Morgan y al resto de la tripulación del Arca les ponía mal ver sus propias pieles de un tono rojizo a todo momento, como si fueran portadores de algún tipo de lepra en fase terminal.Todo lucía rojo, excepto esos malditos bichos. Ellos lucían de un tono gris metálico, como si estuvieran hechos de mercurio solido. Su forma era repugnante, lo más parecido que podías encontrar a ellos en la tierra eran las cucarachas, si las cucarachas tuvieran dos cabezas, agujas afiladas de treinta centímetros en lugar de antenas y una docena más de patas.

      El traje se ha sellado al instante después de la violación externa, para no permitir la entrada de los químicos que pueblan el planeta, los cuales resultan mortales para un humano. Pero eso no importa, por que Morgan puede ya sentir el veneno intoxicando su torrente sanguíneo.

      Se pone en pie mientras ve a Vian y a las niñas dentro de su mente, concebidas con una definición y calidad que nunca ningún proyector tridimensional podrá alcanzar. El cabello de su esposa ondeando al aire aquel día en el parque, una sonrisa que lo fulmina, contra la que no puede resistirse, y unos ojos profundos que además de salvarlo en la adolescencia también se convirtieron en sus poseedores. La imagen de su esposa e hijas lo revitaliza y lo impulsa a ponerse en marcha.    

    Camina con pasos acelerados a través de la plataforma de cien kilómetros cuadrados. Necesita llegar al generador y tapar la fuga, sabe que jamás logrará llegar al Arca de regreso, al menos no con vida. Siente cómo su cerebro se inyecta de adrenalina repentinamente debido al veneno. Siente que está a punto de perder el control, como si estuviera en una montaña rusa y su cuerpo se dispusiera a brincar del vagón en el punto más alto. Pero antes de llegar a ese punto se aferra a la imagen de sus hijas. Y recuerda porqué está allí, recuerda que ellas son la razón de realizar un viaje hasta esos rincones de la galaxia, por ellas y por todas las siguientes generaciones es que necesitan hacer habitable ese planeta, para que la gente de la Tierra pueda huir de un planeta moribundo en el cual la raza humana está a punto de encontrar su extinción.

       Así es que empieza a correr, mueve las piernas como si el diablo estuviera tras él, susurrándole al oído, y en cierta forma así es, corre con la misma euforia con que el adolescente Stan Uris pedalea su bicicleta tras encontrarse cara a cara con el diablo encarnado en el payaso Pennywise, con una única línea de pensamiento en su mente; arreglar el generador, salvar a sus hijas, darle una esperanza a la raza humana.



martes, 10 de mayo de 2016

Columbine

















       La bota de Robert se estrelló con un estruendo similar a un trueno contra la madera. La puerta se abrió de golpe y en su mente le recordó a aquellas puertas de vaivén a la entrada de los bares en el viejo oeste. Y en su retorcida mente, Robert pensó que justamente él era eso; un vaquero solitario, un forajido, un pistolero...

       Las miradas de tedio dentro del salón de clases voltearon todas al unísono hacia él, ante el súbito estrépito de la puerta al chocar contra la pared, cambiando la expresión de hastío en los ojos por una de desconcierto, antes de que se asentara el terror en ellos.
       Robert llevaba la Remington de su padre completamente cargada. También sentía el reconfortante peso del rifle semi-automático, tras su espalda, colgado del hombro mediante una correa. Elevó el cañón, les sonrió a los rostros de desconcierto que lo miraban de hito en hito, jaló el gatillo y el infierno se desató.



       Rick fue el primero en reaccionar, mientras todos miraban a ese jodido psicópata con ojos vidriosos, como ciervos en la carretera frente a los faros de un auto, él brincó de su asiento y corrió hacia Lori. De haber estado más cerca de la entrada, se habría lanzado contra ese infeliz, pero al sentarse siempre junto a las ventanas, no llegaría hasta él antes de que terminara de deslizar la corredera de la escopeta y disparara de nuevo.

      Una fracción de segundo, un disparo, y después el aire se llenó de gritos. Los alaridos desgarradores del infierno ascendieron y llenaron el mundo.

      -El amor lo puede todo ¿no Rick? -rugió el psicópata.

      Rick alcanzó a Lori, la abrazó con todas sus fuerzas, cubriéndola de Robert, como si con este simple acto pudiera protegerla de toda la maldad del mundo.

      -Veamos si puede contra el disparo de una escopeta.

      Giró el cuerpo hacia ellos, siempre cubriendo la entrada, y disparó nuevamente. Una nube de perdigones se estrelló irremisiblemente contra la espalda de Rick. La chamarra de cuero se hizo jirones y para cuando el cuerpo del chico cayó inerte al suelo, Robert ya había recargado nuevamente la escopeta. Disparó contra Lori, apuntando bien arriba y la mitad izquierda del rostro de ella se convirtió en mermelada de fresa. Cayó también al suelo.

       Robert dejó caer la escopeta, deslizó el rifle y con un movimiento veloz lo empuñó (el seguro ya estaba quitado) y apretó el gatillo. El cañón empezó a escupir ráfagas de muerte y dolor.

       La ira cegó al muchacho, empezó a gritar y el blanco desolador llenó sus ojos, abarcándolo todo, apoderándose de todo.

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Capítulo anterior:

Jinete en la Bala