lunes, 17 de agosto de 2015

Soldados de juguete.


Soy un dios entre los hombres. Soy la ira, el desenfreno, el anhelo desbordante.

O quizá es solo la locura agazapada quien habla por mí desde un rincón oculto de mis pensamientos.
Tres años en prisión te pueden cambiar radicalmente; en qué dirección, bueno eso lo decides tú.
Puedes transformarte en algo peor de lo que eras, criminalizar tus sentidos, enfriar tu corazón y después romperlo hasta que  no queden sino esquirlas diminutas. O por el contrario puedes usar todas esas horas para ejercitar la mente y fortalecer el cuerpo.

Puedes leer hasta quedar extenuado, nadie te lo impide, y puedes hacer tantos ejercicios como se te ocurran dentro de tus dos metros correspondientes, los cuales llegan a convertirse en tu vida.

Una hora de lectura por cada hora de ejercicio físico, ese era mi mantra.

Adentro todos tienen su propio mantra, aunque no lo sepan. Una frase o pensamiento que te repites a ti mismo una y otra vez, hasta que cambias, te transformas en algo más.

Locura o no, la oscuridad siempre es inminente, ominosa y omnisciente. No importa cuanto corras o que tan bien te ocultes dentro de las paredes de tu mente, la oscuridad siempre termina por encontrarte, ya sea en el interior de tu celda por la noche o en medio de una plaza atestada de gente cuando tus recuerdos logran alcanzarte.

Pero sin importar cuan negra sea la noche, siempre estará el recuerdo de ella como faro resplandeciente en medio de una noche oceánica, inmensa. Si cierras los ojos con fuerza suficiente puedes ver los de ella viéndote directamente, sin juzgar, sin culpar. Sólo tristeza.

Y te aferras a esa imagen, por que a fin de cuentas, qué más puedes hacer. Es inhumano, imposible no quedar prendado de ese par de ojos, no anhelar el volver a verlos en otro lugar además de en tus recuerdos.