viernes, 27 de abril de 2012

Ego.

Soy inmune, invulnerable.

Cometí la peor falta que alguien podría hacer y fui atrapado en el acto.

Y sin embargo, a diferencia del resto de mortales, salí bien librado, me salí con la mía.

Y no sólo eso, sino que ademas ese hecho pareció actuar en mi beneficio, elevando mi autoestima y cubriéndome con un halo misterioso, enigmático entre mis congéneres, los cuales podrían pensar que ahora peco con la dulce miel de la soberbia, el néctar de los dioses. y quizá sí lo haga, al fin y al cabo ¿quien podría ahora decirme algo, quién se atrevería a reprocharme el sentirme orgulloso de los atributos que poseo?

Ni siquiera las mismas deidades podrían interponerse ahora en mi camino si me dispusiera a acabar con ellas.

sábado, 21 de abril de 2012

Al filo de la medianoche (y la locura).

Escribo estas líneas al borde de la desesperación, mirando directamente hacia las profundas y frías fauces del abismo, sin saber si queda aunque sea un resto de cordura en mi mente o si ya se ha ido del todo, dejando nada sino la negrura y el frío. La noche ha caído, y con ella ha traído los monstruos que nublan el alma de aquellos a quienes el sueño les resulta esquivo.

Sólo hay un punto de agarre, una única imagen, el anclaje al que mi mente se aferra para no quebrarse en mil pedazos: su rostro, o por lo menos, el recuerdo de éste. La esperanza de encontrarla nuevamente algún día, de volver a presenciar sus ojos claros y cabello castaño, te hace seguir respirando, manteniendote al límite de tus capacidades, tanto físicas como intelectuales en todo momento, por agotador que esto llegue a resultar, intentando ser la mejor versión de ti mismo a cada segundo, para así ser por lo menos la mitad de lo que ella merece.

Los dedos se tornan contra ti, al rojo vivo, rebeldes, incitándose entre ellos a la subversión. Dicen que la noche es el hábitat ideal para los escitores taciturnos, misteriosos y enigmáticos, pero uno duda ser cualquiera de esas cosas, y los dedos, desobedientes, ciertamente opinan lo contrario. Pero no hay nada que puedas hacer, si quieres librarte de la tortura aunque sea por unos breves segundos -los cuales por cierto saben a gloria-, escribir (ese exorcismo que pocos llegan a entender, entender de verdad), parece ser la única manera viable de abandonar todo lo que te atormenta, aunque al instante en que tus dedos se separen del teclado, todo vuelva a arremeter contra ti de golpe y con la misma virulencia que las olas contra el arrecife. Su rostro vuelve, y la agónica espera continúa, o vuelve a empezar, da lo mismo como lo quieran ver.

viernes, 20 de abril de 2012

Sombras y reflejos (siniestros).

Se ha convertido en mi sombra, ni siquiera mientras duermo me libro de su opresiva mirada tan pesada y perceptible como el extremo de un martillo golpeteando detrás de la nuca.

No hay mejor manera de expiar los demonios que nos atormentan que una buena sesión en la banda deslizadora, cuando corres a más velocidad de la que deberías, tus piernas comienzan a entumecerse y el sudor amenaza con colarse en tus ojos.

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La única manera de mantenerte cuerdo, de no echar todo por la borda, de no hacer algo de lo que podrías arrepentirte, es plasmar todo en esa amenazante hoja blanca, liberarte del yugo aplastante de las criaturas que acechan desde los más oscuros rincones de tu cabeza, esos a los que ni siquiera tú mismo tienes acceso más que en tus mas horroríficas pesadillas. Cedes el mando de tu cuerpo por unos instantes a la locura, dejas que todos los habitantes de tu mente corran libremente, sin ataduras, por unos minutos, quizá horas, no queda nada de ti, sólo existe Mr. Hyde; Jekyll se convierte en un caparazón vacío.

Ira. Toda esa furia guardada que no dejas salir, la cual quema desde dentro, habitando contigo desde tu más temprana infancia, quizá no la dejas salir, no dejas que reviente, explote y se cobre con sangre- la única moneda que en verdad vale para ella-, por que es tu principal motor, el combustible más efectivo para tus torpes dedos, en los cuales no queda más que el recuerdo de la sensación de su suave piel, piel que no volverás a tocar.

El precio a pagar por la locura contenida, controlada, canalizada y finalmente convertida en creatividad, genialidad para algunos, pero para ti seguirá siendo locura al fin y al cabo, aquello que te separa del resto de las personas, lo que te convierte en monstruo por las noches y aterra a todo aquel lo suficientemente estúpido como para asomarse hacia dentro del túnel del conejo.
Quizá por eso te persigue, te acecha y te sigue como una sombra, porque quizá, sólo quizá, él es la única persona que sabe cómo eres realmente, debajo de todo el disfraz. Te acosa para evitar que causes un daño aún no consumado.

martes, 17 de abril de 2012

Self-Esteem

Las pesadas gotas caen de un cielo negro en una noche fría primaveral, en la cual  no debería haber lluvia ni hacer frío, pero así era.

La chaqueta negra es salpicada por el agua que lo alcanza en el trayecto del taxi a la entrada del establecimiento de dos pisos, el cabello negro resbalando por la frente, tentando las cejas, aproximándose a los ojos. El chico llega al club justo antes de la medianoche, con el brillo plateado de la luna en el punto más alto del cielo, visible a momentos a través de las nubes.

La música se desborda por los altavoces como el poderío inmenso del agua de una presa al romperse. Entra, hace un torpe intento por arreglarse minimamente el cabello, se quita la chamarra de cuero, dejando al descubierto una camisa en la que los músculos de los bíceps se aprietan contra las mangas, gira los ojos, hasta que finalmente la ve. Sentada en la mesa de la esquina más alejada de la entrada, está ella.

Rubia, alta, un cuerpo exuberante que la misma Afrodita envidiaría, y esa mirada, esos ojos claros, verdes, a veces grises, dependiendo de su estado de ánimo y la iluminación, que parecen ver a través de los tuyos y llegar directo a tu alma.

Está rodeado de un séquito de hombres que babean por ella -como él mismo-, la mayoría inofensivos, excepto uno. Ron.

Ron, el atleta profesional, el chico rubio, el estereotipo de hombre ideal que todas las chicas tienen en sus mentes juveniles, el sujeto que en la preparatoria se quedaba con todas las chicas, el tipo que pasó parte de su infancia y adolescencia atormentándolo, gozando con su sufrimiento y al cual se ha vuelto a encontrar ahora, uniendo nuevamente sus caminos a causa de ella. Respira hondo, piensa en la chica, en esa mujer por la que no le importaría que le dieran una paliza, la chica que lo hizo ir hasta ese lugar y reunirse con un puñado de personas que le desagradan y con las que preferiría no cruzar una sola palabra, sabiendo que para ellos tampoco es de lo más agradable que la chica lo hubiera invitado.

Pero ahí está, y ella prevalece por encima de todos los temores o recelos que pueda albergar.

Se acerca hasta la mesa, antes de llegar, ella lo nota, sonríe y agita una mano para que él la vea. Como si fuera posible que pasara desapercibida, piensa mientras su corazón comienza a palpitar cada vez más airadamente a causa de los nervios. Saluda a todos los presentes, la mayoría hombres, a excepción de las tres chicas que fueron con ellos, esparcidas alrededor. Saluda a todos y cuando toca el turno de dar el clásico y amistoso beso en la mejilla a ella, el corazón le golpea las paredes del pecho y él teme por un instante que se vaya a salir a través de la camisa.

Acerca una silla alta, como en las que están todos y la acomoda junto a ella, no sabe cómo es que consiguió apretujarse, pero lo importante es que está ahí, con la lechosa y brillante piel de ella a escasos centímetros de él.

Tras unos minutos, en los que Ron no deja que charle ni un segundo con ella, éste le dice en un tono amistoso, aunque puede sentir la falsa presunción debajo del tono cordial, que si lo puede acompañar unos minutos afuera, para fumar.

Receloso, acepta, aun a sabiendas de que no debería acceder a estar a solas con él.

Salen del lugar. El sonido de la música desciende, convirtiéndose casi en un zumbido sin ritmo ni armonía, sólo ruido. En lo alto del cielo, las gotas se han terminado y la luna se ha escondido detrás de alguna nube.

-Es mejor que te alejes de ella. Vete de aquí ahora y no te pasará nada- dijo en un tono neutro, como si estuvieran teniendo una charla trivial de lo más normal.

-Ella me invitó, no puedo irme sin despedirme antes ¿o sí?

-Ya se me ocurrirá algo que decirle.

Entonces el chico recuerda los años de adolescencia, esos en que creció solo, cuando las chicas no se fijaban en nadie que no fuera un deportista, y mucho menos en alguien pegado todo el día a la pantalla de un ordenador, escribiendo guiones de cine sin parar. Recuerda la sonrisa de autosuficiencia de Ron cada que lo molestaba, y cómo se regodeaba frente a sus amigos al humillarlo en público. Pero ahora las cosas han cambiado. Ron es más bajo que él, así que el chico lo mira a los ojos, obligándolo así a alzar la cabeza.

Entonces se arma de valor, insufla su voz de altanería y habla en tono bajo pero iracundo.

-Esto ya no es la secundaria, puede que sigas siendo un bravucón, pero ya no me intimidas.

El hombre musculoso, semejante a un gorila permanece en silencio, así que continúa.

-Ahora soy más alto, más fuerte y sigo siendo más inteligente que tú, y mi autoestima ya no es la de un chico tímido de quince años al cual podías pasarle por encima sin repercusiones, así que si quieres a esa chica, vas a tener que competir contra mí.

Ron sonríe, es una sonrisa maliciosa que atraviesa como un rayo por su rostro, antes de convertirse en una mueca de ira, justo en el segundo en que su puño sale disparado hacia su cara. Le acerta de lleno en el rostro, justo debajo del ojo derecho y siente cómo la sangre sale a raudales por la mejilla. La fuerza del impacto, aunada a que lo había tomado totalmente desprevenido, hicieron que cayera con un sonido seco sobre el suelo.

-¡Por qué hiciste eso!- chilla uno voz enfurecida, la cual reconoce al instante como su voz. Es ella.
Sonríe. Tanto físicamente como para sus adentros, porque cuando menos, ahora ella sabe la clase de persona que es Ron. Sin saberlo, ese gorila le acaba de proporcionar una inmensa ventaja. Aunque a decir verdad, es una ventaja increíblemente dolorosa.

lunes, 9 de abril de 2012

Diario de un psicopata.

El hombre observó con siniestra fascinación cómo la sangre corría por la garganta de la chica, cómo abandonaba su cuerpo de una forma lenta, deliciosamente lenta. El corte, limpio, estaba diseñado para hacer desangrar a cualquier persona sana de la manera más lenta posible. Los ojos de la mujer se movían frenéticamente, desorbitados, mientras la vida abandonaba su cuerpo a cada respiración.

Pensó en sí mismo, en los sucesos que lo habían llevado hasta aquel punto. Se preguntaba si las circunstancias de su niñez, los eventos traumáticos que había presenciado, lo habían vuelto así o si simplemente habían desencadenado algo que siempre estuvo allí, hambriento, agazapado en la parte mas oscura y fría de su alma, si es que tenía una.

La chica tenía la cabeza y las extremidades, así como el torso, sujetos a la mesa mediante grandes cantidades de cinta que la mantenían inmóvil, siendo los ojos lo único que ella podía mover con libertad.

El hombre se preguntó si acaso en sus últimos momentos de agonía, ella sentiría remordimiento por todos los hombres a quienes había matado después de casarse con ellos, con el único fin de adueñarse de su dinero. Lo dudaba, ese tipo de personas -los de su misma clase, de hecho-, eran incapaces de sentir remordimientos o algún sentimiento que guardara alguna relación con la culpa. Algunos -como él mismo-, eran incapaces incluso de sentir cualquier cosa. Sólo la sangre, la sangre escurriéndose por la piel, abrazándola con sus tibios y oscuros dedos, expandiéndose y abandonando lentamente el interior del cuerpo, era lo único capaz de hacerle percibir algo parecido a un sentimiento de verdad.

Excitación.

La chica se limitó a mirarlo fijamente en sus últimos momentos de vida. Él vio un vacío en ella que le hizo pensar en el que él mismo cargaba a diario. En el rostro de ella no vio reflejada culpa, miedo o tranquilidad, sólo la nada, esa única cosa que parecía llenar cada esquina de las paredes del interior de la gente como ellos.