"¡Todos los hombres tienen derecho a practicar la religión que deseen, dentro de las puertas de sus casas!
¡Pero cuando sus creencias salen de esas puertas, e intentan mediante la fuerza imponer su voluntad a otros, cuando abusan del más débil en nombre de su dios, es entonces cuando no podemos, cuando no debemos permanecer impasibles, debemos levantarnos y luchar!
¡Juro por mi vida, que nadie jamás volverá a ser tachado de hereje o de infiel, nadie jamás volverá a ser perseguido por la Iglesia!
¡A partir de ahora, le quito todo su poder a la Iglesia, y en este Reino, ninguna religión volverá a pisotear los derechos básicos de ninguno de sus ciudadanos!"
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La Oscuridad lo envolvía todo, como tentáculos gigantes que se pegan a los ojos.
Intentaba despertar y no podía, sus párpados eran de piedra. Sabía que tenía que hacer algo con urgencia. La premura era todo lo que sus sentidos entendían. Tenía que salvar a alguien o algo, tenía que despertar, enterarse de qué había pasado. Pero no podía.
Ni siquiera era capaz de sentir sus piernas o sus brazos, era como si todo lo que tuviera fuera su conciencia, una conciencia atada a ningún cuerpo, una conciencia que sólo puede tener retazos de pensamientos y vive sumido en la oscuridad, en la Nada.
Desesperación.
Su conciencia buscó desesperadamente algo sólido a lo que aferrarse, algún punto firme que lo ayudara a mantenerse lejos de la locura. No lo encontró.
La desesperación se abatió sobre su mente al igual que una rugiente tormenta en medio del mar debastaría a un barco.
Entonces algo surgió. Donde antes no había nada, ahora había nacido una llama, un fuego ardiente y deslumbrante que enceguecía todo a su paso. No veía nada, si tuviera ojos estaría ciego, pero al menos ahora era una ceguera brillante. La oscuridad había desaparecido.
Sus pensamientos comenzaban a volverse un poco más claros. Recordaba el brillo metálico de una ballesta, pero también recordaba un desgarrador rayo de sol atravesando el día, iluminándolo todo. Empezó a recordar, pensó en que había tomado una decisión. Había intentado salvar a alguien ¿pero a quién?
Y con los recuerdos, llegó también el dolor. Gritó. O intentó gritar. Su mente aulló.
Entonces su cuerpo comenzó a materializarse, aunque no eran más que sombras que se juntaban y se volvían un poco más sólidas que el humo. Aún así, las aceptó, ahora por lo menos podría moverse.
Una luz se extendió en el fondo, más brillante y más potente que toda la blancura que lo rodeaba. Entonces comenzó a ir hacia allá. Conforme se acercaba, iba sintiendo cada vez más cómo una enorme paz lo embargaba. Supo que hacia allá tenía que ir, que ese era su máximo destino, su más grande misión.
Pero entonces un rugido atronador desgarró la blancura. Un rojo intenso llenó todo como sangre derramándose desde todas direcciones.
-¡REGRESA! -rugió la voz. Parecía la voz de un dios enojado rugiendo desde cada esquina, desde cada lugar de la existencia.
La crudeza hizo su aparición, la realidad comenzó a tirar de él en todos sentidos, hacia direcciones opuestas, y sin embargo ninguna de ellas era hacia la luz.
Se debatió, luchó, se aferró, intentó llegar hasta esa paz, hasta esa luz que le prometía tranquilidad y serenidad perpetuas, pero todo fue en vano.
La realidad se impuso, la voz del dios enconado pudo más que la luz pacífica, y el dolor hizo su aparición.
El hombre salió del reino de las sombras, y entonces todo el dolor de su cuerpo físico se hizo presente. Gritó con toda su alma, con toda su fuerza, hasta que quedó mortalmente cansado, y volvió a desmayarse.
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El rey Amell York, acompañado por su principal consejero, el mago Sirius, entró a un ala especial de la enfermería que era sólo para la nobleza o los oficiales de más alto rango. El rey era un hombre afable, casi siempre sonriente aunque algo malhumorado si no se hacía lo que quería. Sus años de haber estado al frente de las tropas habían quedado atrás, y ahora era un hombre más bien rechoncho, con una gruesa barba castaña que resaltaba todavía más su gordura. Detrás de él iba el mago Sirius, vestido con la distintiva túnica color sangre que portaban los magos rojos.
En la habitación había dos camas en cada uno de los extremos, y encima de ambas se encontraban dos hombres jóvenes, uno de cabello rubio y otro de pelo negro. Aunque el segundo, al no ser muy alto y estar bastante delgado, fácil podría pasar por un adolescente en pleno desarrollo.
Ambos habían sido héroes el día anterior. Ambos habían pagado cara su valentía. Ambos llevaban al borde de la muerte desde entonces.
Al instante en que entraron en la habitación, el doctor que había cuidado de ambos muchachos, se puso en pie de la silla vieja en la que se encontraba y se apresuró a saludarlos.
-Su majestad -el doctor hizo una breve reverencia y después clavó la mirada en el mago.
-¿Qué pasa? -inquirió el rey cuando notó la mirada sobre su consejero.
-No creo que sea prudente que él esté aquí -contestó el médico con recelo.
-Tonterías -bramó el rey -en este preciso momento alguien como él es la única esperanza que estos muchachos tienen.
-Claro majestad -el doctor clavó la mirada en sus zapatos.
-Además, usted me dijo anoche que no había nada que pudiera hacer por ellos.
-Así es señor, el veneno es demasiado potente. No hay ningún antídoto capaz de contrarrestarlo, todo lo que podemos hacer es retrasar los efectos, retrasar la muerte.
-Ya lo sé -contestó tajante el rey -, y justo eso era lo que quería que hicieran, ganar tiempo hasta que llegara él.
Y lanzó una elocuente mirada hacia Sirius, quien asintió con la cabeza en un gesto de falsa humildad.
La noche anterior el rey se había quedado vigilando a los muchachos hasta que casi amaneció. Había apostado cuatro soldados en la entrada de la enfermería, y se había cerciorado personalmente que recibieran los mejores cuidados. Entre ambos habían salvado a su hija, era lo menos que podía hacer por ellos. Había mandado llamar a su consejero, mago y amigo en cuanto los doctores le habían dicho que no había nada que hacer contra el veneno con el que ese asesino había impregnado sus armas.
-Maldito sea él y toda la Orden de Asesinos -había exclamado el rey.
-Quizá deberían dejarnos a solas -dijo Sirius, con la voz elegante de una serpiente, trayendo al rey de nuevo al presente. Miró hacia el doctor y le lanzó una sonrisa que no tenía nada de amistosa.
-Afuera -exclamó el rey Amell.
El doctor no esperó a que le repitieran la orden una segunda vez y salió a toda prisa de ahí.
El mago se acercó primero a la cama del chico rubio, aquel que pertenecía nada más y nada menos que a la Guardia Draconiana. Después se paró junto al otro chico. Era un recién llegado a la ciudad, el futuro pupilo de un contador de la corte llamado Aladan. El mago levantó la sábana, para examinar la herida del cuchillo. Si los guardias hubieran llegado un minuto después al tejado, ese pobre chico se habría convertido en una masa de carne agujereada por el cuchillo del asesino.
-Empezaré con éste -sentenció el mago -. Por su complexión, será más complicado traerlo de vuelta.
-Como tú decidas Sirius.
Entonces el mago empezó a recitar un encantamiento. Un viento intenso comenzó a correr por la habitación, y la puerta de ésta se cerró de golpe. El rey sintió como si la temperatura dentro del cuarto comenzara a descender, aunque no sabría decir si lo estaba alucinando.
Sirius sacó una pócima de un lateral de su túnica, vertió un poco sobre el pecho del muchacho, y tomó el resto de un solo trago.
-¡Daemonium, iuva ut reverterentur! ¡ -comenzó a gritar, sus ojos se volvieron rojos y su voz cambió a un tono sobrenatural, cuando volvió a hablar, ahora era como si dos voces diferentes hablaran al mismo tiempo, una voz humana y otra..., otra voz que no lo era -! Quod refert nos in mortem alejate!
El muchacho comenzó a revolverse entre las sábanas, a agitar las extremidades. Aunque tenía los ojos fuertemente cerrados, el rey vio, o imagino ver, cómo los ojos se movían frenéticamente debajo de los párpados, como si buscaran algo a lo que aferrarse, un sendero el cual seguir.
Sirius comenzó a sudar. Puso una mano sobre la frente del chico y repitió el hechizo por segunda vez, luego una tercera, y finalmente el cuerpo del muchacho dejó de convulsionarse. Sirius respiraba entrecortadamente y sudaba de manera copiosa. Puso una rodilla en el suelo y se recargó en el borde de la cama. El frío remitió de la habitación.
-Esos malditos -exclamó el mago con dificultad, al tiempo que trataba de recuperar el aire -. Su veneno es de lo más poderoso contra lo que me he enfrentado jamás.
-¿Qué pasa? -preguntó asustado el rey. La duda hizo mella en él ¿habría sido inútil su magia también contra el veneno?
Sirius giró su rostro hacia el rey, el poco cabello que tenía se había despeinado y le caía sobre su frente y ojos, y aunado a la desquiciada sonrisa de sus labios, le daba un aspecto como de loco.
-Es muy poderoso ese veneno, pero creo que he vencido.
En ese mismo instante, el joven abrió los ojos.
El rey se hizo para atrás, asustado momentáneamente por lo repentino del movimiento. Los ojos del muchacho estaban inyectados en sangre y carecían de expresión alguna. Parecían ojos sin vida, los ojos de un muerto.
Comenzó a gritar como si estuviera poseído por algún demonio maligno y tan repentinamente como todo había comenzado, terminó. Sus ojos se cerraron, sus gritos cesaron y la calma volvió a la habitación
Sirius se puso en pie con ánimos renovados, se dirigió a la otra cama y con una voz cargada de misticismo y el poder de la magia recién invocada, sentenció:
-Ahora vamos con el siguiente.
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