-Padre, perdoneme por que he pecado- musita el hombre en un tono apenas audible. Se lleva la mano a la boca, dejando ver la nívea piel debajo de la manga, y con el dorso de esta se acaricia el labio superior.
-Confiesa tus pecados, hijo mio.
-Confieso que he asesinado, padre.
El sacerdote se revuelve incómodo en su asiento. Se acomoda los lentes y carraspea, intentando fútilmente aclararse la voz. Con un hilillo de voz, finalmente y tras una breve pero incomoda pausa, responde:
-Tu... acto, ¿fue premeditado, o lo cometiste en defensa propia?
-No fue sólo una vez, padre- confiesa el hombre, bajando la voz, como se hace al contar un secreto, acercándose más al panel que lo separa del otro hombre, el cual sólo le deja entrever una borrosa silueta-. He matado a centenares de monstruos, los he hecho pagar por sus pecados, creí que así dejaría de ser un monstruo, que así justificaría mis actos... mi sed.
-Creo que no entiendo.
-Pero matar monstruos, sólo lo acercan a uno más a la naturaleza misma de ellos,cada muerte te vuelve más y más un monstruo, uno cada vez peor.
El sacerdote está ahora visiblemente incómodo, el hombre puede oler su sudor, captar el nerviosismo que ha comenzado a recorrer su sistema sanguíneo, puede escuchar su corazón comenzando a palpitar a un ritmo cada vez más acelerado, bombeando más sangre, preparandose en caso de amenaza, atenazado por un miedo que comienza a brotar de manera irracional en su alma. Bien.
-Perdóneme padre, porque pienso volver a matar.
-Debes controlarte, intentar luchar contra tus impulsos...
-Usted tiene que pagar, lo que le hizo a esos niños, me enferma.
Sus ojos se tornan blancos. El hombre ya ha perdido la razón, una vez que la sed se apodera de él y toma el timón, no hay nada ni nadie que la detenga.
Estira el brazo, rompiendo el panel, la fina e ilusoria protección entre él y el otro hombre. Agarra al sacerdote por la nuca, acerca el cuello de este a su boca; se escucha un sonido húmedo y deslizante proveniente de la boca del hombre. Clava sus colmillos en la garganta del sacerdote, sin saber quién es el verdadero monstruo. Una sensación descorazonadora se apodera de él, se mezcla con el éxtasis de la sangre fresca que comienza a correr por sus venas cual río virulento. En pocos segundos despoja de toda gota de vida al sacerdote. Lo deja caer sobre el banco y sale hacía una fría y solitaria noche más.
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