Cien poemas le he escrito, todos inservibles, uno más inutil que el anterior, ninguno digno de ser leído por sus negros ojos donde habita la profundidad del pozo más oscuro. Intento no pensar, desconectarme, dejar que mis dedos se deslizen por propia voluntad de derecha a izquierda en el teclado, golpeando con violencia febril las suaves teclas.
El eco mortal de sus palabras aún resuena dentro de las paredes de mi cabeza, como el tañido de una campana golpeando las paredes de la iglesia, negándose a morir. La garganta se ha secado, las paredes de ella se han vuelto de lija y al tragar saliva, cada vez, la aspereza del simple acto es mortalmente dolorosa. La piel se ha tornado pálida, los dedos han perdido su voluntad y ya ni siquiera escribir pueden. La voluntad misma se ha quedado sin objetivo, sin un fin, y la negrura comienza a cubrir todo, hasta el más infímo espacio de las paredes de mi habitación, una habitación que parece irse haciendo cada vez más y más pequeña, amenazando con engullirme a mi y todo lo que me rodea. Entonces la recuerdo, y cuando pienso que el recuerdo de su rostro podrá salvarme, que detendrá la negrura, la nada que desea devorarme, cuando pienso que estoy salvado, entonces pienso de nuevo en esos poemas que ella nunca leerá y recuerdo que toda esperanza se ha perdido.
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