La sombra del macho cabrío se extendió a través de él, cruzándolo y clavándose subcutaneamente como cientos de gélidas agujas cruzando cada milímetro de su ser, agujas de locura mezclada con eternidad se fundieron con su alma. La sangre le ensució los pantalones y la camisa que hasta hace apenas diez segundos era de un blanco inmaculado, impoluto.
La empatía desapareció, llevándose consigo la cordura. Sus nervios eran ahora más fuertes de lo que jamás habían sido. Ni manos ni piernas le temblaban, en su interior solo había cabida para una cosa; la fría decisión.
Corre hacia el espejo. Lo recibe al otro lado un rostro burlón, con una sonrisa bufonesca manchada de sangre ajena atravesándolo de oreja a oreja. Frente, pómulos y dientes salpicados de rojo, casi marrón, una sustancia que parece más real en las películas que en la vida misma. Aspira, y el olor metálico de la sangre se abre paso hasta sus pulmones.
La sonrisa desaparece, se percata de lo que ha hecho, pero en su corazón no hay lugar para el remordimiento, no hay lugar para nada que no sea frío y oscuridad. Hasta la eternidad. Hasta el final de los tiempos.
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