sábado, 21 de abril de 2012

Al filo de la medianoche (y la locura).

Escribo estas líneas al borde de la desesperación, mirando directamente hacia las profundas y frías fauces del abismo, sin saber si queda aunque sea un resto de cordura en mi mente o si ya se ha ido del todo, dejando nada sino la negrura y el frío. La noche ha caído, y con ella ha traído los monstruos que nublan el alma de aquellos a quienes el sueño les resulta esquivo.

Sólo hay un punto de agarre, una única imagen, el anclaje al que mi mente se aferra para no quebrarse en mil pedazos: su rostro, o por lo menos, el recuerdo de éste. La esperanza de encontrarla nuevamente algún día, de volver a presenciar sus ojos claros y cabello castaño, te hace seguir respirando, manteniendote al límite de tus capacidades, tanto físicas como intelectuales en todo momento, por agotador que esto llegue a resultar, intentando ser la mejor versión de ti mismo a cada segundo, para así ser por lo menos la mitad de lo que ella merece.

Los dedos se tornan contra ti, al rojo vivo, rebeldes, incitándose entre ellos a la subversión. Dicen que la noche es el hábitat ideal para los escitores taciturnos, misteriosos y enigmáticos, pero uno duda ser cualquiera de esas cosas, y los dedos, desobedientes, ciertamente opinan lo contrario. Pero no hay nada que puedas hacer, si quieres librarte de la tortura aunque sea por unos breves segundos -los cuales por cierto saben a gloria-, escribir (ese exorcismo que pocos llegan a entender, entender de verdad), parece ser la única manera viable de abandonar todo lo que te atormenta, aunque al instante en que tus dedos se separen del teclado, todo vuelva a arremeter contra ti de golpe y con la misma virulencia que las olas contra el arrecife. Su rostro vuelve, y la agónica espera continúa, o vuelve a empezar, da lo mismo como lo quieran ver.

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