viernes, 1 de febrero de 2013

Die as a free man.

El caballero de la antigua -o más bien extinta-, orden de Solan, llevó la mano hasta la empuñadura de su espada, la cual permanecía enfundada en su cinto, preparándose para morir peleando. En cuanto el primer rufián se abalanzó hacia él, la saco con un único y rápido movimiento y se defendió como pudo de la estocada de su agresor. Los otros dos compinches del rufián no tardaron en unirse a la trifulca.

       Morir por salvar la vida de la chica de ojos de jade. No se le ocurría una mejor manera de morir. Desearía no estar medio borracho, ni en el callejón trasero de aquella taberna de mala muerte. El alcohol de la cerveza de barril si bien no lo había embriagado del todo, sí había hecho que el antiguo guerrero ya hubiera traspasado la barrera de aquel agradable primer achispamiento que viene antes de la embriaguez, el momento en que uno comienza a sentirse invencible, pero aun conserva intactas todas sus facultades.

       Sostenía su espada a la altura del hombro como si se tratara de una daga, con la punta hacia el suelo, y la mano izquierda en la base de la empuñadura labrada en caoba e incrustada de cristales preciosos. Si estuviera en un campo de batalla, tendría el escudo en una mano y la espada en otra, y podría asestar estocadas y arremeter con el escudo, y también podría defenderse con ambos de los ataques enemigos; pero como no era el caso, al atacar tenía que imprimir toda la fuerza de sus dos brazos y cuerpo únicamente en la espada, y confiar en que sus reflejos le ayudaran a detener las puntiagudas dagas que se estrellaban contra su acero como una lluvia de metales y le rozaban la cota de malla.

La embriaguez salió de su sistema cabalgando las gruesas gotas de sudor que resbalaban por su frente y mejillas.

Probablemente no hubiera tardado en morir aquella tibia noche de enero. Puede que estuviera tratando con simples bravucones, truhanes que poca cosa sabían sobre pelear con una espada de verdad, pero él ya no era ningún joven y tarde o temprano la superioridad numérica de sus inexpertos atacantes bastaría para hacerlo sucumbir.

Pero la mujer con ojos cristalinos lo salvó. Aprovechó que sus asaltantes se habían olvidado de ella, tomó una enorme piedra y acercándose por la espalda, se la clavó en el cráneo al más alto de los tres. Esta distracción sirvió para que el caballero finalmente pudiera asestar una estocada certera y así derribó al segundo, sacó la espada chorreante de su vientre y el hombre se desplomó, cuando sólo quedó un hombre, el guerrero no tuvo que hacer más que pasar del modo defensivo en que se hallaba a un ataque violento y rapaz para aniquilarlo.

Cuando los tres hombres que habían intentado violar a la mujer (ahora que la apreciaba con atención, se percató de que acababa de salir de la adolescencia), hubieron muerto, ella le ofreció al agotado guerrero una mirada tan intensa, profunda y eterna que él no pudo evitar enamorarse para siempre de ella.

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