Zach se apeó de la moto, una Sport Turismo lujosa. La gasolina se había terminado. Así que esto es todo, pensó sombríamente, ni siquiera se me permite una moto, tendré que llegar caminando a mi cita con el destino.
Zach se detuvo, ya no tenía caso seguir caminando. Palpó la pernera de su pantalón para asegurarse de que la beretta de 9 milímetros seguía ahí. Sentir el peso del arma en el pantalón le brindaba una seguridad reconfortante.
Mientras esperaba a que las camionetas llegaran hasta él su mente se retrajo un mes en el tiempo. Volvía a estar en la fría ciudad de Seattle. Otra vez tenía entre sus brazos a la chica que había amado en lo que parecía haber sido otra vida, estaban de nuevo en el apartamento de ella, llevaban apenas una semana sin electricidad y dos días sin servicio de drenaje. Era una mujer cuyo físico contaba con los mismos contrastes que su fiera personalidad. Su piel nívea era el contrapunto directo de su cabello azabache y ojos negros como dos pozos profundos y misteriosos. Era una mujer testaruda, tan terca que incluso se había resistido a la supergripe. Zach ahora sabía que todos morían al tercer día de caer enfermos; ella había luchado contra la gripe durante siete días. E incluso al final, le robó a la enfermedad unos minutos de lucidez en los que platicó con Zach con total normalidad. Lo había besado largo y tendido justo antes de que unos febriles espasmos le arrebataran para siempre el brillo de los ojos.
Pero pronto Zach la vería de nuevo.
El convoy llegó hasta él y la primer camioneta se detuvo a unos metros de distancia. Hombres armados con metralletas semiautomáticas descendieron de ella.
Zach se aferró al recuerdo de su amada, al rostro marmóreo con labios rosas que lo mismo lo habían besado como regañado, abrazó en su mente a la mujer para armarse de valor, las piernas le temblaban y en el pecho parecía haberse abierto un vórtice, y gritó:
-¡Necesito hablar con Randall Flagg!
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Ascensión Volúmen II
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East or West
Lauder
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