Sus miradas se cruzaron efímeramente en medio del bullicio y el gentío, de todas las azarosas posibilidades que había en ese día, encontraron la única que los colocaba a ambos en un punto donde sus ojos podían cruzarse.
Él se quedó quieto, helado. Un niño que pasaba tomado de la mano de su apresurada madre, lo vio y pensó que se trataba de un maniquí. El pequeño alargó la mano intentando tocar los dedos, y ver si eran de plástico o de carne y hueso, pero el jalón de su madre hacia el lado opuesto se lo impidió.
La chica, como es habitual, intentó disimular, hacerse la fría, sostuvo su mirada y sintió un huracán en su estómago. Los hombres que pasaban, e incluso algunas mujeres, contemplaban embelesados su piel nívea, contrastada por un largo, liso y sedoso cabello azabache. La belleza de aquella mujer crecía exponencialmente a medida que uno se acercaba a ella. No sólo era una niña recién convertida en mujer, era toda una visión para quien la contemplara.
El pobre muchacho -atacado por un arrebato de enamoramiento, un torbellino de sensaciones-, de pie como una estatua, junto al barandal del segundo piso de la estación de trenes, miró esos ojos almendrados, pensando que podían hacer que imperios enteros se hincaran ante ella.
La chica tardó en reaccionar, no tenía ni idea de que misteriosa y arbitraria razón la había llevado a elevar la mirada en ese preciso instante.
Ambos salieron del trance al mismo tiempo, pero antes de que alguno de los dos pudiera echar a correr a los brazos del otro, un grito, parecido a un alarido, inundó la estación.
La gente se quedó pasmada, algunas personas incluso petrificadas. Ese gritó no era normal, helaba la sangre.
Entonces fue cuando todo empezó, el caos, los vidrios rotos, torrentes de personas corriendo, huyendo hacia todas direcciones. Él bajo a tropel las escaleras, a base de codazos y apretándose contra la multitud; ella permaneció donde estaba, intentando no perderlo de vista, para que pudiera llegar hasta ella.
Cuando estuvieron a un metro de distancia, ambos alargaron las manos, sus dedos se enroscaron entre sí. Él la tomó entre sus brazos y le dio el más largo primer beso. Y el último.
Nota del autor: aunque no lo parezca, esta fue la
primera cosa que escribí sobre zombies.
Aunque no hagan su aparición y el cuento deje en misterio qué está pasando
realmente, en mi mente escribí cómo yo imaginaba que sería el inicio, los
primeros minutos, de un Apocalipsis
Zombie.
En el siguiente enlace dejo el primer cuento oficial que escribí sobre zombies:
Zombie
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