Un intenso zumbido, un ruido desagradable lo sacó de súbito del sueño -nada apacible- en el que se hallaba.
Se sintió desorientado, de pronto no supo en que época se hallaba, no sabía si para acallar esa odiosa alarma que parecía retumbar en las paredes de sus oídos tenía que alargar la mano hacia el buró y presionar el botón del reloj digital o si tenía que aplicar presión sobre el reloj de agujas con un dispositivo mecánico o si debía tocar el sensor implantado detrás de su oreja o si tenía que mandar callar al criado que agitaba la campana.
Abrió los ojos con pesadez y hastío y alargó el brazo hacia la mesita de noche que había a un lado de la cama. Reloj digital con alarma molesta. Lo apagó pulsando el teclado sensible en la parte superior de la pequeña cajita.
Se desenvolvió del cálido abrazo de las sábanas, que a raíz de la creciente ola de calor comenzaba a ser más bien como unas manos asfixiantes sobre el cuello. Observó su cuerpo, bíceps y torso y muslos bien definidos, no llevaba más que unos bóxers ajustados, de alguna tela sintética que regulaba la temperatura. Tenía que mantenerse en la mejor forma posible, era menester para poder llevar a cabo sin contratiempos los viajes, además no quería estar fuera de forma si se metía en problemas, debía ser capaz de poder librar cualquier obstáculo, enfrentarse contra cualquier bravucón o avanzar entre una multitud a codazos si era necesario, y salir bien librado. Y estando al máximo de sus capacidades físicas, esto era, por lo general, posible.
Comenzó a organizar sus pensamientos, a seccionar su cerebro, a compartimentar los bloques de este y a separarlo por prioridades. Bien, pensó mientras los pensamientos comenzaban a caer en su lugar como fichas que se acomodan por sí mismas, estamos en la segunda década del siglo, así que la vestimenta es ligera, perfecto, odiaría tener que vestir pomposamente con este endemoniado calor.
La alarma implantada subcutáneamente en la muñeca comenzó a vibrar, ya no había tiempo, tenía que cumplir con su misión. Se metió rápidamente en los jeans, se calzó unos tenis gastados a los que se aseguró de atarles fuertemente las agujetas y se pasó sobre la cabeza una camisa sin mangas bastante adecuada para el día, sacó del pequeño cajón del buró la pistola de impulsos y tras asegurarse que estaba cargada al cien por ciento, salió de la habitación sin siquiera molestarse en cerrar la puerta.
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Esta historia continúa en:
Tiempo extraviado Volúmen II
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