Y entonces puse en movimiento mi cuerpo; la maquinaria perfecta.
La sensación de moverte más rápido de lo normal, de brincar y atravesar obstáculos que para los demás parecen insalvables, utilizando únicamente la fuerza y agilidad combinadas de tus extremidades, es indescriptible.
Cuando me deslizo a través de las calles de la ciudad flanqueadas por rascacielos que arañan las nubes, es lo más parecido que conozco a la libertad.
Lleva años desarrollar el cuerpo, hacer que tus piernas y brazos se muevan como una sola entidad, que operen en conjunto en vez de ser dos entidades separadas. Pero cuando finalmente lo logras, cuando luces como un gladiador pero con la agilidad de un acróbata, es entonces cuando finalmente puedes aplicar para ingresar a la hermandad.
Pero hoy no es un día para disfrutar el deslizarse por la ciudad sigilosamente. Hoy estoy en el radar de dos mecánicos, los cuales me siguen con una precisión aterradora y un paso infatigable. Mi cuerpo aún se resiente de la persecución de la semana anterior. La herida de mi pantorrilla izquierda ha vuelto a abrirse, y puedo sentir la tibieza de la sangre debajo de la tela plástica del pantalón adherida a mi piel. En mi costado, aún me duele el riñón, y siento que el aire se desborda a través de mí, añadiendo pesadez a mis movimientos y alentándome.
Los mecánicos pueden deslizarse con la misma o mayor agilidad que nosotros a través de los muros, cristales y bardas de casas y edificios. Pero tienen una desventaja fundamental ante nosotros, los humanos. Las probabilidades. En cualquier salto riesgoso, hay un buen chance de salir realmente herido, de caer y lastimarte de verdad, de romperte varios huesos. Cuando las probabilidades de fallo son abrumadoramente mayores en un salto, un mecánico antepone su seguridad, después de valorar los riesgos, haciéndole caso a su inamovible programación. Los humanos podemos tomar ese riesgo, podemos ser lo suficientemente insensatos como para ignorar el peligro, saltar en un acto de fe haciendo caso omiso del riesgo que conlleva.
Cuando por fin he encontrado ese punto, esa inflexión en la ruta que me dará una ventaja sobre ellos, me hallo en la cornisa de un edificio, a cincuenta metros sobre el suelo. Fallar el salto significaría una muerte segura. El extremo del siguiente edificio está a varios metros de mí, y sólo hay un fino borde al cual aferrarse al llegar al otro lado.
Respiro hondo y hago el brinco, mi corazón se detiene cuando estoy en el vacío, alargo la mano hacia el borde y tengo fe.
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