El vaho salía de su boca para perderse en el frío aire nocturno, muriendo en la extensa perpetuidad de este al igual que el humo de un cigarillo si él fumara. Cosa que no hacía; disminuir sus capacidades motrices, su stamina y su excelente condición física, venerando un vicio tan estúpido e inútil le parecía la forma más insulsa de consumirse a uno mismo, de ir muriendo lentamente sin gloria alguna, extinguiendose como una vela en medio de centenares más que brillan con diez veces más intensidad.
Scott Saracen siente el frío acariciandole la piel con dedos como de cadáver aún debajo de la gruesa chaqueta que se logró enfundar antes de salir disparado a realizar el trabajo. Pero al igual que los sentimientos, el frío no produce ningún efecto en su sistema, sabe que está allí y sin embargo es como si no llegará a sentirlo realmente.
Mientras camina por la acera resbaladisa por el hielo, piensa en su vida, en los momentos que lo han marcado. Si la vida está marcada por momentos, si todo lo importante sucede en momentos que al encadenarse unos con otros nos convierten en lo que somos, entonces los momentos que lo definen son en realidad pocos.
Piensa en uno en especial, el instante en que su mente despertó de la fantasía de llevar una vida normal, cuando abrió los ojos a la luz, dándose cuenta que nunca formaría una familia o envejecería junto a la mujer de su vida. La coyuntura que lo llevó a darse cuenta de ello fue la misma que le hizo percatarse de que el único camino coherente para él era ganarse la vida asesinando.
Esa chica, ni siquiera recuerda su nombre, sólo se acuerda del rostro de ángel que tenía, el cabello del color del destello al reflejarse la luz en el oro y contrastando con eso, la lujuria desatada que anidaba entre sus piernas, una pasión diabólica que incluso llegó a asustarlo. Ella fue la primera. Cuando sintió la tibieza de su sangre deslizarse entre sus dedos, cuando besó sus labios aún tibios, mientras su corazón latía cada vez más despacio, y finalmente cuando en medio del beso, la vida abandonó su cuerpo, él supo que ese era su destino, su lugar en el mundo. Un monstruo como él sólo podía vivir entre criminales, entre gente con las manos manchadas de sangre, al igual que él, personas ante las que no se sintiera como lo que en el fondo siempre había sabido que era; un monstruo con el cual nadie debería cruzarse. Sólo entre asesinos dejaba de sentirse anormal. Pero incluso ellos lo veían con recelo, incluso con cierto temor, como si hasta ellos tuvieran límites que él hubiera traspasado.
Finalmente llega a la dirección que le dieron. Una puerta inmensa de roble es lo único que lo separa de su objetivo, la empuja y tal como le indicaron, ésta cede sin impedirle el paso. Entra dispuesto a cumplir con su misión, sin titubeos y con paso firme.
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