Rafael tenía 7 años la primera vez que vio un demonio.
O al menos eso fue lo que su infantil mente alcanzó a asimilar de los hechos acaecidos aquella noche.
Los rostros de esos hombres, cubiertos en su totalidad por máscaras de gas, las cuales emulaban a la perfección las máscaras rituales de los antiguos, es algo que recuerda vívidamente.
No venían por él, sólo por sus padres.
Llegaron envueltos en una bruma, parecía que emanaban de las entrañas del infierno, caminaban sigilosamente y apuntaban los cañones y luces de sus armas a lo primero que se moviera.
El vapor onírico, no era sino gas paralizante, no debían matar a nadie, aún no. La prioridad máxima era interrogar a los sospechosos, capturarlos con vida.
Un sujeto tomó firmemente a Rafael por los hombros antes de que el efecto del gas lo desmayase y lo llevó en sus brazos hacia el exterior. Él no podía saber, ni siquiera imaginaba que al despertar de aquel malsano sueño sería un nuevo huérfano, a sus apenas 7 años de edad.
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