El frío aire invernal le atizaba el rostro como cien afiladas espadas. Mientras caminaba se preguntaba cuál sería la distancia entre Londres y Rusia, cuánto tardaría alguien en llegar a pie. ¿Por qué se le había ocurrido Rusia como destino? Ni idea, y realmente no importaba, no es como si esa noche fuera a emprender un largo recorrido a pie como el que hacen aquellos deschabetados que presumen de estar de peregrinaje y caminan quién sabe cuántos kilometros descalzos, malditos locos.
Su elegante gabardina le golpea la parte trasera de los muslos, pegándole el pantálon contra la ropa interior térmica. Qué ridiculez, ropa interior térmica. Si se encontrara con su versión de hace treinta años, con aquel joven veinteañero vigoroso y lleno de vida, probablemente se burlaría de él. En su juventud nada lo perturbaba, tenía el mundo a sus pies y se sentía inmortal, o por lo menos cierta suerte de invencibilidad acompañaba a su ego a donde quiera que iba. Pero ahora todo ha cambiado, la certidumbre de la mortalidad ha desplazado la falsa seguridad y la arrogancia que durante tantos años lo caracterizaron.
Camina hasta el lugar indicado. Un buzón rojo al que van a parar las cartas y paquetes de aquellos a quienes la modernidad aún no toca a la puerta. Mete la mano, hurgando en aquella caja, la cual parece tener la intención de comerle las puntas de los dedos. Finalmente éstos tocan algo duro, una superficie lisa y al parecer cuadrada, lo sujeta firmemente y extrae lo que hay en el interior de ese arcaico baúl.
Lo que debía estar allí, esa noche, a esa hora, está. Y lo sostiene entre sus trémulas manos. Él es débil, siempre lo ha sido. No entiende por qué aquella mujer dejaría a su merced aquella única copia del libro que ella escribió durante los últimos años de su vida. Quizá creyó que él como escritor haría algo con su novela, o que quizá la comprendería o vería en ella algo que nadie más podría. No importa.
Regresa a su casa, otra vez bajo la sutil paliza que el aire le prodiga a cada paso.
Al entrar se prepara un café, para después sentarse en su sillón favorito. Abre cuidadosamente la novela, atada en una rudimentaria encuadernación. Lee ávidamente durante toda la noche, sólo se detiene para ir al baño o frotarse los ojos, pero sólo muy esporadicamente.
Finalmente, cuando el sol comienza a aparecer en el horizonte, a través de la inmensa ventana de 3 metros de altura, termina su lectura. Aún no puede interpretar los sentimientos que han despertado en él. Y nunca lo hará.
Camina hasta el closet gigante que hay detrás de su habitación, se acerca hasta el compartimento donde guarda el revólver que heredó de su padre. Saca cinco de las seis balas de la recámara del arma, para así despejar las posibles dudas sobre sus intenciones a quienes lo encuentren más tarde. Va hasta su inmensa cama, se sienta en el borde. Martilla el arma, mete el cañón en su boca, apuntando hacia arriba, para no errar, y jala del gatillo.
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