Unos segundos antes de que el fatídico rayo de luz, tan mortífero como bello, iluminara los cielos, convirtiendo la noche en día durante breves segundos en que los átomos reventaban uno tras otro infinitesimalmente, en una reacción en cadena, Raúl vio por última vez, aún sin saberlo, el rostro de su esposa.
Después de tantos años casados, él seguía amándola con la misma intensidad que cuando eran adolescentes, a lo largo de toda su vida la había adorado con un fervor religioso, comparable al de quien está dispuesto a morir por una creencia. La piel de ambos ahora está apergaminada y sus músculos se han ido debilitando con el paso de los años. El cabello de su esposa, antes rubio, ahora ha adquirido un tono plateado el cual ella intenta ocultar a toda costa con tintes y demás productos para el cabello.
Pese a los años, él la ama con locura. Durante toda su vida sintió que podría perderla en cualquier momento, que no la merecía, que no era lo suficientemente bueno para ella, y esto hacía que se esforzara en mantenerla enamorada todos y cada uno de los días que habían pasado el uno al lado del otro. No siempre fue fácil, claro está, riñas, discusiones sobre quién tenía o no la razón, sobre los hijos, cambios de carácter inherentes al paso de los años por el cuerpo, pero todo lo habían sabido superar.
Ahora la mira por última vez con una mirada que personaliza las palabras cariño y afecto. Sus ojos brillan, su esposa voltea a verlo y le sonríe.
Ahí sentados, en la sala, con la mirada clavada el uno en el otro, no se percatan jamás del haz de luz cegadora que se cuela por la ventana y consume todo a su paso a velocidades inimaginables. Antes de que puedan parpadear, sus cuerpos físicos ya han desaparecido de la faz de la Tierra.
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