Al despuntar el alba la pálida luz del agónico ocaso se refleja contra los cristales de altos edificios que se recortan contra el cielo como afilados cuchillos. Las calles vacías, silenciosas, casi fantasmales por debajo de un cielo gris amenazando con lluvia, y en medio de la calle más desierta, una figura silenciosa y solitaria se desliza a través de ella: Yo.
Un sinfín de pensamientos se amontonan dentro de una cabeza que ya no puede soportar seguir acumulandolos, pero por encima de todos ellos, como una imagen omnipresente se encuentra siempre el rostro de ella, y la imposibilidad que parece ser el único factor en común de nuestros destinos.
El resto de pensamientos son irrelevantes, pierden importancia cuando pienso en lo imperante que es hablar con ella, expresarle lo que provoca, decirle el porqué el tiempo está contado. Intento no pensar en las hemorragias nasales que cada vez se presentan con más frecuencia, los desvanecimientos que ahora les hacen compñia, la gradual y paulatina pérdida de la razón, la locura agazapada, extendiendose como virus por las paredes de mi cerebro.
Y sin embargo, aún en medio de la locura, sus ojos grises verdosos y el castaño rojizo de su cabello junto a un cuerpo que la misma Afrodita envidiaría predominan en mis recuerdos, en la vaguedad de lo que algún día fue mi conciencia.
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