sábado, 29 de septiembre de 2012

Mi alma arderá en el paraíso.

Un sólo hombre no puede marcar la diferencia; la idea de éste sí. 

Ciertamente Lucifer no era un hombre, aunque desde que ellos habían sido creados, le gustaba considerarse como tal.

El mundo aún se encontraba en los albores de la humanidad, aunque hace tiempo que habían abandonado las cuevas, aún no alcanzaban a realizar su máximo potencial. Pero en sus costumbres y acciones, Lucifer ya podía vislumbrar la increíble raza en que se convertirían. 

Era de noche, él caminaba bajo un cielo negro tachonado de brillantes estrellas, su cuerpo era golpeado por una fresca brisa humedecida por la cercanía con los árboles del bosque. Antes de que amaneciera, el cuerpo que habitaba, que tanto trabajo y energía le había costado materializar, desaparecería, se tornaría en polvo y volvería a la tierra de la que había salido. Pero hasta entonces él podía saborear aunque fuera efímeramente los placeres de un ser de carne y sangre, la lujuria, el placer carnal y el éxtasis al yacer junto a otro cuerpo cálido. 

El cuerpo que había creado a partir de su fuerza de voluntad era de una gracia y virilidad envidiables. Músculos tonificados, rebosantes de vida, musculosos, parecían los de alguien que dedica sus horas a actividades físicas, a cazar. Cabello negro que se perdía en la noche y una tez blanca como la nieve, mortalmente pálida. El único detalle que no había podido ajustar eran sus dientes, no lucían como los de un humano normal, poseía unos colmillos afilados y largos que se habían negado a permanecer de tamaño normal y los cuales poseían vida propia, anhelaban tener vida aún más que él mismo. 

Al llegar al pequeño prado donde vivía un pequeño grupo de mortales, Lucifer se acercó al saliente justo por encima del río que discurría veloz y fresco a través de la noche. Ahí estaba ella. La mujer que había encandilado a un dios, la mujer que había hecho salir por primera vez a un ángel del paraíso, rompiendo así todos los votos que éste tenía para con su dios, con su creador. Pero más importante que todo esto; la mujer que llevaba en su vientre la semilla proveniente del simiente de un ángel. 

Se acerca hasta ella, quien lo está esperando. Él recorre dulcemente la piel de la mujer con su gélida mano, carente de vida, la turgencia de sus pechos desnudos bajo su tacto envía una señal inequívoca a su sexo, ella le rodea el cuello con las manos y sus cuerpos desnudos se unen en un abrazo eterno, mientras sus bocas se funden mediante un beso que transgrede todas las líneas trazadas por el creador.
Se tienden ahí mismo, y vuelven a consumar su amor. Mientras él arremete con violenta pasión dentro de ella, la mujer se abraza a su espalda con las piernas atrayendolo aún más hacia sí, fundiendose los dos en una sola entidad jadeante, sudorosa, anhelante. Lucifer piensa en la rebelión que está a punto de desencadenarse en el paraíso, rebelión de la cual él es el principal culpable. Deshecha ese pensamiento, cuando llegue el momento de preocuparse, lo hará, ahora sólo le preocupa el terrible momento en que el sol comience a ascender en el cielo y él tenga que separarse de nuevo de su amante.

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Lucifer, Príncipe en el Exilio

Esta historia continúa en el siguiente capítulo:

La Leyenda de Caín

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