miércoles, 31 de octubre de 2012

Skinhead (2).

El chico que escondía su ascendencia judía debajo de un cabello cortado al rape, teñido de rubio y playeras de manga corta que en su mayoría contenían plasmada la imagen de una esvástica, se subió los pantalones que habían permanecido enrollados alrededor de sus tobillos durante el corto lapso de tiempo que duró el coito salvaje mantenido contra el basurero en el oscuro callejón con aquella chica de ojos inyectados en sangre, aliento a alcohol y alma impulsada por la adrenalina de la metanfetamina.

Su corazón aún bombeaba sangre a chorros hacia su cerebro, su pene, y hasta el último rincón de su cuerpo. La electricidad de la música del harapiento bar del que acababan de salir aún retumbaba en sus oídos como la humedad que se queda adherida a la ropa horas después de haber sumergido el cuerpo entero en una alberca fría.

Los ojos verdes de la chica estaban perdidos en el infinito; así estarían los de él si no hubiera jurado solemnemente consagrarse al ejercicio para llevar su cuerpo  hacia el siguiente estadio en la escala evolutiva, y esto sólo podía llevarlo a cabo mediante sesiones extenuantes de pesas y evitando cualquier contacto con las sustancias que pudieran retrasar su mejoramiento muscular, por lo tanto, el alcohol y las drogas eran sustancias prohibidas, sustancias para los débiles, no aliviaban el dolor, sólo lo adormecían, y él estaba harto de vivir en un sueño, quería sentir dolor, ira, odio, quería que los puños le quemaran como fuego ardiente si golpeaba a alguien, quería sentir también el placer repulsivo que provoca recibir una paliza, no quería vivir tras un velo de entumecimiento emocional.

La chica le ha dicho algo, pero él la ha ignorado, y eso la ha echo ponerse como loca.

-¡Cállate! -la voz que surge de él parece distante, como si perteneciera a alguien más, es fría e inexpresiva.

La chica comienza  a hervir de enojo y arremete contra él, lanza bofetadas y le araña el rostro.
El primer impulso de él es golpearla, utilizar la violencia para detenerla, frenarla de golpe. Pero una última pizca de decencia aún latente en su pecho lo detiene. Pero cuando la chica le araña un ojo, acción que lo ciega y hace que el ardor ascienda como veneno hacia su rostro, le propina una bofetada, lo cual la detiene en seco, hace aflorar una lágrima en su ojo y le enrojece la mejilla.

La chica permanece con expresión de desconcierto, mirando asustada al chico, el cual observa su mano con una especie de repudio que no tarda en convertirse en una oscura fascinación.

Entonces, en medio del estupor que se ha elevado como bruma mística entre ellos, aparecen tres siniestras siluetas en la entrada al callejón que los devuelven a la realidad.

Son tres sujetos, el más bajo de ellos, el que permanece al frente y es a todas luces el líder, le hace un ademán con la cabeza a la chica para que se largue, para que deje a los hombres jugar a solas.

Los tres sujetos, no tienen más de veinte años, lucen exactamente igual que él, cabello rubio cortado al estilo romano, bíceps tonificados, hombros más anchos que el promedio y ropa ajustada que deja entrever la buena condición física que poseen. El líder se adelanta hacia el chico con paso firme y seguro y sin aviso alguno le asesta un incitante puñetazo en el rostro que no hace sino prender la chispa que enciende la  agresividad contenida que ruge en su interior, explotando como si fuera un barril de pólvora.

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